A los 68 años, madre por primera vez: El milagro de mi vida en Madrid
—¿Pero tú estás loca, Carmen? ¿A tu edad? —La voz de mi hermana Pilar retumbó en el salón, mientras yo sostenía entre las manos la ecografía, temblorosa y feliz. Mi marido, Antonio, me miraba con una mezcla de orgullo y miedo. Yo tenía 68 años y acababa de descubrir que, contra todo pronóstico, iba a ser madre por primera vez.
No fue un embarazo espontáneo. Durante décadas, los médicos me dijeron que era imposible. «Lo siento, Carmen, no podrás tener hijos», me repitieron tantas veces que aprendí a vivir con ese hueco en el pecho. Vi cómo mis amigas criaban a sus hijos, cómo mis sobrinas se convertían en madres jóvenes, y yo me resigné a ser la tía cariñosa, la madrina entregada. Pero nunca dejé de soñar.
Antonio y yo nos conocimos tarde. Él también había perdido la esperanza de formar una familia propia. Cuando nos casamos, yo tenía 60 años y él 65. «Ya no estamos para estos trotes», decíamos entre risas, pero en el fondo sabíamos que algo nos faltaba. Fue él quien, un día de otoño en el Retiro, me tomó la mano y me dijo:
—¿Y si lo intentamos? Hay clínicas que ayudan a mujeres mayores…
Me reí. Pensé que era una locura. Pero la semilla quedó plantada. Durante meses investigamos, consultamos médicos en Madrid y Barcelona, soportamos miradas incrédulas y comentarios crueles: «Eso es antinatural», «¿Y si el niño nace mal?», «¿No pensáis en el futuro?». Incluso mi propio hermano, Luis, me llamó una noche:
—Carmen, por favor, recapacita. No puedes traer un niño al mundo para dejarlo huérfano tan pronto.
Lloré mucho esa noche. Pero Antonio me abrazó fuerte:
—No escuches a nadie. Si tú quieres ser madre, lo serás.
El proceso fue largo y doloroso. Hormonas, pruebas interminables, pinchazos diarios… A veces sentía que mi cuerpo era un laboratorio. Pero cada vez que veía a Antonio preparar las inyecciones con manos temblorosas y ojos llenos de esperanza, recordaba por qué luchaba.
El día que recibí la llamada de la clínica fue como un sueño:
—Carmen, enhorabuena. Estás embarazada.
No podía creerlo. Llamé a Pilar entre sollozos. Ella guardó silencio unos segundos antes de decir:
—¿De verdad quieres hacer esto?
—Nunca he querido nada tanto en mi vida.
Los meses siguientes fueron una montaña rusa. El miedo me acompañaba cada día: miedo a perder al bebé, miedo al juicio de los demás, miedo a no llegar a tiempo para verla crecer. En el supermercado sentía las miradas clavadas en mi barriga. Una vecina del barrio de Chamberí murmuró al pasar:
—Qué egoísmo, con la edad que tiene…
Pero también hubo gestos inesperados: la farmacéutica que me regaló una pulsera para embarazadas, la panadera que me guardaba bollos sin azúcar «para la futura mamá». Y sobre todo Antonio, que cada noche le cantaba nanas a mi vientre.
El parto fue complicado. Los médicos estaban nerviosos; yo también. Recuerdo las luces blancas del hospital Gregorio Marañón y el sudor frío en mi frente. Cuando escuché el llanto de Lucía por primera vez, supe que todo había valido la pena.
—Es preciosa —susurró Antonio con lágrimas en los ojos.
Mi familia tardó en aceptar a Lucía. Pilar venía a casa con cara seria y apenas la cogía en brazos. Luis ni siquiera vino al hospital. Pero poco a poco, Lucía fue derritiendo corazones: su primera sonrisa conquistó a Pilar; sus manitas aferradas al dedo de Luis lo hicieron llorar por primera vez en años.
Ahora Lucía tiene seis meses. Cada día es un regalo: su risa ilumina nuestro piso pequeño de Madrid; sus primeras palabras son música para mis oídos cansados. Sé que no estaré siempre para ella, pero también sé que le he dado todo el amor del mundo.
A veces me despierto por la noche y miro a Antonio dormido junto a Lucía en la cuna portátil. Me pregunto si hice lo correcto, si fui egoísta o valiente. ¿Quién decide cuándo es demasiado tarde para cumplir un sueño? ¿Qué haríais vosotros si os dijeran que algo es imposible?