A los dieciocho, mi hijo dejó de ser niño: Una historia de embarazo adolescente en un pueblo español
—Mamá, tenemos que hablar —me dijo Diego una tarde de enero, con la voz temblorosa y los ojos clavados en el suelo de la cocina. Yo estaba pelando patatas para la cena, y el cuchillo se me resbaló de las manos al escuchar el tono de su voz. Sabía que algo grave pasaba.
—¿Qué ocurre, hijo? —pregunté, intentando sonar tranquila mientras recogía el cuchillo del suelo.
Diego tragó saliva y miró hacia la ventana, como si buscara una salida. —Lucía está embarazada. No sé qué hacer, mamá. No sé qué vamos a hacer.
Sentí que el mundo se me venía encima. Mi hijo, mi niño, con apenas dieciocho años, a punto de terminar segundo de bachillerato, enfrentándose a algo para lo que ni siquiera yo me sentía preparada. Me apoyé en la encimera y respiré hondo, luchando contra las lágrimas.
—¿Estás seguro? —musité, aunque sabía que no era una pregunta lógica. Él asintió con la cabeza, y entonces lo abracé. No supe qué más hacer.
En nuestro pueblo manchego, donde todos nos conocemos y los cotilleos vuelan más rápido que el viento de la sierra, un embarazo adolescente es casi un escándalo público. Mi marido, Antonio, llegó esa noche cansado de la fábrica y apenas saludó antes de sentarse a la mesa. Diego y yo nos miramos en silencio; él me suplicaba con los ojos que no dijera nada todavía.
Pero al final de la cena, Diego se levantó y lo soltó todo de golpe:
—Papá, Lucía está embarazada. Voy a ser padre.
Antonio dejó caer el tenedor y se quedó blanco. —¿Pero qué dices, Diego? ¿Tú sabes lo que estás diciendo? ¿Tú sabes lo que significa eso?
La discusión fue inevitable. Antonio gritaba que le habíamos dado todo para que estudiara, para que tuviera un futuro mejor que el nuestro. Que cómo iba a cuidar de un niño si ni siquiera sabía cuidar de sí mismo. Yo intenté mediar, pero las palabras se me atragantaban. Diego se encerró en su cuarto y yo me quedé sola en el pasillo, escuchando los sollozos ahogados de mi hijo tras la puerta.
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía vino a casa a hablar con nosotros. Es una chica dulce, hija del panadero del pueblo, con una madre enferma y un hermano pequeño al que cuida como si fuera suyo. Sus padres tampoco se lo tomaron bien; su madre lloraba sin parar y su padre no le dirigía la palabra.
—No quiero que nadie piense que esto ha sido culpa tuya —le dije a Lucía mientras le ofrecía un café—. Aquí estamos todos en el mismo barco.
Pero el pueblo no tardó en enterarse. Las miradas en la tienda, los susurros en la plaza, las amigas que dejaron de llamar a Diego para salir los sábados… Todo cambió de golpe. Hasta mi hermana Carmen me llamó desde Ciudad Real para decirme que «qué vergüenza» y «cómo habíamos permitido esto».
Diego dejó de ir al fútbol y empezó a faltar a clase. Lucía lloraba cada vez que venía a casa; decía que no quería ser una carga para nadie, que quizá lo mejor era irse a Madrid con una tía lejana y tener allí al bebé. Antonio apenas hablaba; se encerraba en el taller del garaje y salía sólo para trabajar o cenar.
Una tarde encontré a Diego sentado en el parque del pueblo, solo, mirando las luces del atardecer sobre los olivos.
—Mamá —me dijo sin mirarme—, ¿crees que he arruinado mi vida?
Me senté a su lado y le cogí la mano. —No lo sé, hijo. Pero sí sé que nada será igual a partir de ahora. Y también sé que te quiero igual o más que antes.
Esa noche hablamos los cuatro en casa. Lucía decidió quedarse en el pueblo; Diego prometió terminar el bachillerato aunque tuviera que estudiar por las noches después de trabajar con su padre en la fábrica. Antonio tardó semanas en aceptar la situación, pero poco a poco empezó a preguntar por las ecografías y a buscar cunas viejas en el trastero.
El día que nació Sofía —así llamaron a la niña— fue uno de los más extraños y hermosos de mi vida. Vi a mi hijo sostener a su hija por primera vez y comprendí que ya no era un niño. Vi a Lucía sonreír entre lágrimas y sentí una mezcla de orgullo y miedo por todo lo que les esperaba.
El pueblo sigue hablando, claro. Pero ahora algunos vecinos nos traen ropa de bebé o preguntan por Sofía cuando nos ven en la plaza. Otros siguen murmurando detrás de las cortinas; supongo que eso nunca cambiará.
A veces me pregunto si podríamos haber hecho algo diferente para evitar todo esto. Si fui demasiado blanda como madre o si debí hablar más claro sobre las consecuencias de crecer demasiado deprisa. Pero luego veo a Diego acunando a su hija o a Lucía cantándole nanas en la cocina y pienso: ¿Quién soy yo para juzgar? ¿Quiénes somos nosotros para decidir cuándo empieza realmente la vida adulta?
¿Vosotros qué haríais si vuestro hijo os pone el mundo patas arriba de un día para otro? ¿Se puede aprender a ser padres cuando todavía eres casi un niño?