A los treinta, elegí mi camino: Entre el éxito y la soledad
—¿Y entonces, Lucía? ¿Cuándo nos vas a dar la noticia? —La voz de mi mamá retumbó en la sala, justo cuando el pastel de mi cumpleaños número treinta llegaba a la mesa. Todos los ojos se clavaron en mí, como si esperaran que sacara un anillo de compromiso o anunciara un embarazo sorpresa. Mi papá, don Ernesto, bajó la mirada y fingió interés en el café, mientras mi hermana menor, Mariana, me sonreía con esa mezcla de lástima y complicidad.
Respiré hondo. El aire olía a chocolate y a expectativas rotas. —Mamá, ¿de qué noticia hablas? —pregunté, aunque sabía perfectamente a qué se refería.
—Ay, hija, no te hagas. Ya tienes treinta. Mira a Mariana, ya tiene dos niños y tú… —hizo una pausa dramática— tú solo piensas en tu trabajo y tus viajes.
Sentí el nudo en la garganta. No era la primera vez que teníamos esta conversación, pero sí la primera que me dolía tanto. Quizás porque ahora sí sentía el peso de los años y las miradas ajenas. Quizás porque, en el fondo, yo también me preguntaba si estaba haciendo lo correcto.
Me llamo Lucía Ramírez y nací en un barrio popular de Medellín. Desde niña supe que quería algo diferente: estudiar, viajar, conocer el mundo. Mi papá trabajó toda su vida como chofer de bus y mi mamá vendía arepas en la esquina. Ellos soñaban con que sus hijas tuvieran una vida mejor, pero nunca imaginaron que ese sueño significaría perder el control sobre nuestras decisiones.
A los diecisiete años gané una beca para estudiar ingeniería en la Universidad Nacional. Fui la primera de la familia en pisar una universidad pública. Me gradué con honores y conseguí trabajo en una multinacional. Luego vino la maestría en Ciudad de México y los viajes a Buenos Aires, Lima y Santiago por proyectos laborales. Cada logro era una medalla invisible que yo misma me colgaba al cuello.
Pero cada regreso a casa era un recordatorio de lo que no tenía: esposo, hijos, casa propia. En cada reunión familiar, las tías preguntaban por «el novio» como si fuera un accesorio indispensable. Las amigas del barrio me miraban con admiración y un poco de miedo: «¿No te da miedo quedarte sola?», me decían.
La verdad es que sí. A veces me despierto en hoteles de lujo con una sensación de vacío tan grande que ni el desayuno buffet puede llenar. Otras veces, me siento invencible: soy dueña de mi tiempo, de mi cuerpo, de mis sueños.
Esa noche de mi cumpleaños, después del incómodo silencio que siguió a la pregunta de mi mamá, Mariana intervino:
—Déjala, mamá. Lucía es feliz así. No todas tenemos que hacer lo mismo.
Mi mamá suspiró y se levantó para recoger los platos. Mi papá me miró por fin y me dijo en voz baja:
—Yo solo quiero verte tranquila, hija.
No supe qué responderle. ¿Acaso no era tranquila? ¿O solo aparentaba estarlo?
Esa noche me encerré en mi cuarto y lloré como hacía años no lo hacía. Pensé en Julián, el único hombre con el que alguna vez imaginé un futuro. Nos conocimos en la universidad y estuvimos juntos cinco años. Terminamos porque él quería casarse y tener hijos pronto; yo quería irme a estudiar fuera del país. Nunca le dije cuánto me dolió dejarlo ir.
A veces lo veo en redes sociales: tiene una esposa sonriente y dos hijos rubios como él. Se ven felices. Yo tengo fotos en Machu Picchu, en Nueva York, en París… pero ninguna con alguien que me abrace por las noches.
Al día siguiente fui a visitar a Mariana. Sus hijos jugaban descalzos en el patio mientras ella preparaba café.
—¿Nunca te arrepientes? —le pregunté sin rodeos.
Ella se rió.—A veces sí. Cuando los niños se enferman o cuando no tengo tiempo ni para bañarme tranquila. Pero luego los veo dormir y siento que todo vale la pena. ¿Y tú?
Me quedé callada. ¿Me arrepiento? No lo sé. A veces sí quisiera tener alguien esperándome en casa, compartir mis logros con alguien más allá de mis padres o mi hermana. Pero también sé que no podría renunciar a lo que he construido solo para cumplir con un mandato social.
En la oficina las cosas tampoco son fáciles. Mis colegas hombres hablan abiertamente de sus familias; las pocas mujeres que hay suelen ocultar sus embarazos hasta el último momento por miedo a perder oportunidades. Yo soy «la solterona», «la ambiciosa», «la que no tiene vida» según algunos chismes.
Un día, durante una reunión importante, mi jefe —don Ricardo— hizo un comentario que me hirió más de lo esperado:
—Lucía, deberías pensar en tu futuro personal también. El trabajo no lo es todo.
Sentí ganas de gritarle que mi futuro personal era asunto mío, pero solo asentí y seguí con la presentación.
A veces pienso que las mujeres nunca ganamos: si nos quedamos en casa somos conformistas; si salimos al mundo somos egoístas. Si tenemos hijos muy jóvenes somos irresponsables; si esperamos demasiado somos unas solteronas.
Hace poco recibí una oferta para irme a trabajar a Chile por dos años. Cuando se lo conté a mis padres, mi mamá lloró y mi papá solo dijo:
—Haz lo que te haga feliz, hija… pero no te olvides de nosotros.
Esa noche miré mi reflejo en el espejo y vi a una mujer fuerte pero cansada. Me pregunté si algún día dejaría de sentirme culpable por elegir mi propio camino.
Hoy escribo esto desde un pequeño departamento en Santiago. Extraño a mi familia, extraño el olor a arepas recién hechas y las risas de mis sobrinos. Pero también disfruto cada logro profesional, cada nuevo amigo, cada paso hacia adelante.
¿Es posible tenerlo todo? ¿O siempre tendremos que sacrificar algo para ser fieles a nosotras mismas?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido ese peso entre lo que quieren y lo que esperan de ustedes? Me gustaría saber cómo lo viven ustedes.