Abuela, ¿por qué te fuiste así?

—¿Otra vez sopa?— preguntó mi abuela Carmen, dejando la cazuela sobre la encimera con un golpe seco. Su voz, normalmente dulce, sonaba hoy como una cuchilla. Yo, sentada en la mesa de la cocina con mi hija Lucía en brazos, apenas podía mantener los ojos abiertos. El reloj marcaba las seis de la tarde y el sol de Madrid entraba a raudales por la ventana, iluminando el caos de biberones, pañales y platos sucios.

—Es lo único que me da tiempo a preparar— respondí, intentando no sonar derrotada. Carmen resopló y se sentó frente a mí, cruzando los brazos.

—En mis tiempos, después de parir, ya estaba yo lavando ropa y cocinando para toda la familia. Y tu abuelo ni se acercaba a cambiar un pañal— dijo, mirando a Lucía con ternura, pero a mí con reproche.

Sentí una punzada de rabia. No era justo. Michael estaba en el trabajo todo el día y cuando llegaba esperaba la cena lista, como si nada hubiera cambiado. Y yo… yo solo quería una ducha tranquila o dormir más de dos horas seguidas. Pero Carmen no entendía eso. Ella venía a ayudarme, sí, pero su ayuda era otra: me corregía cómo cogía a Lucía, criticaba mi forma de alimentar a la niña y me recordaba constantemente cómo lo hacía ella todo sola.

—Abuela, ¿puedes sacar a Lucía un rato al parque? Solo quiero ducharme…— pedí casi suplicando.

Ella negó con la cabeza.—No voy a sacar a la niña con este aire. Se resfriará. Mejor te ayudo a doblar la ropa.—

Me mordí el labio para no gritar. No necesitaba ropa doblada; necesitaba respirar. Necesitaba sentirme capaz y acompañada. Pero Carmen seguía a lo suyo, ordenando armarios y criticando el polvo en las estanterías.

Esa noche, cuando Michael llegó y preguntó qué había para cenar, Carmen intervino antes que yo:

—Esta chica necesita espabilar. No sé cómo lo hacéis ahora las madres jóvenes. Todo el día quejándoos.—

Michael me miró incómodo y se fue al salón sin decir nada. Yo sentí que me ahogaba.

Al día siguiente, mientras Lucía lloraba desconsolada y yo intentaba calmarla, Carmen entró en la habitación con una bolsa de ropa limpia.

—¿Por qué no le das un poco de manzanilla?— sugirió.

—El pediatra ha dicho solo leche materna.—

—¡Bah! Antes no había pediatras y bien que crecimos todos.—

Me levanté bruscamente.—¡Abuela, basta! ¡No necesito que me digas cómo criar a mi hija! Necesito que me ayudes como yo te pido, no como tú quieres.—

Carmen se quedó helada. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dejó la bolsa en el suelo.

—Si no quieres mi ayuda, me voy.—

—No es eso… Solo quiero…—

Pero ya estaba recogiendo su bolso.

—No pasa nada. Ya veo que no me necesitas.—

Y así, sin más, se fue. El portazo resonó en toda la casa y Lucía dejó de llorar por un instante, sorprendida por el ruido.

Me senté en el suelo y lloré. Lloré por la soledad, por la culpa y por no saber si había hecho bien o mal. Lloré porque echaba de menos a mi madre —que murió hace años— y porque Carmen era lo más parecido que tenía a una madre ahora mismo.

Los días siguientes fueron aún más duros. Michael seguía llegando tarde y esperando que todo estuviera como siempre. Yo cada vez tenía menos fuerzas para discutir o pedir ayuda. Empecé a entender que Carmen también estaba sola; que su forma de ayudar era la única que conocía. Pero eso no quitaba el dolor ni la rabia.

Una tarde recibí un mensaje suyo: “Espero que estés bien. Si necesitas algo, ya sabes dónde estoy.” No contesté. No sabía qué decirle. ¿Cómo explicarle que su presencia me dolía tanto como su ausencia?

A veces pienso en llamarla. Imagino la conversación: “Abuela, lo siento. Te necesito, pero necesito que me ayudes a mi manera.” Pero no sé si ella lo entendería o si yo tengo fuerzas para intentarlo otra vez.

Ahora Lucía duerme sobre mi pecho y yo escribo esto entre lágrimas y dudas. ¿Debería haber aceptado la ayuda de Carmen tal como era? ¿O tengo derecho a pedir que me ayuden como yo necesito? ¿Cuántas familias se rompen por no saber escucharse?

¿Vosotros qué haríais? ¿Es posible reconciliar dos formas tan distintas de cuidar? ¿O estamos condenados a repetir los mismos errores generación tras generación?