Bajo la lupa de mi madre: El día que quise romper el lazo
—¿Por qué llegaste tarde, Mariana? —la voz de mi madre retumbó en el pasillo antes de que pudiera siquiera cerrar la puerta. Su silueta, rígida y expectante, se recortaba contra la luz del comedor. Tenía el celular en la mano, seguramente revisando por enésima vez mi ubicación en esa aplicación que instaló sin preguntarme.
No respondí. Sentía el corazón martillando en el pecho, la garganta seca. Sabía que cualquier palabra sería usada en mi contra. Mi madre, Lucía, siempre fue así: una inspectora implacable, una sombra pegada a mis talones desde que tengo memoria. En nuestro barrio de San Miguelito, Panamá, todos la conocían como la señora que sabía todo de todos. Pero conmigo era peor: cada amistad, cada mensaje, cada salida debía pasar por su filtro.
—Estaba con Camila —dije al fin, bajando la mirada.
Ella soltó un bufido. —¿La hija de los Gómez? ¿No te dije que esa niña no me gusta? Su primo estuvo preso y su mamá se divorció. No quiero que te mezcles con esa gente.
Sentí las lágrimas arderme en los ojos. Camila era mi mejor amiga desde la primaria. Pero para mi mamá, cualquier error en el árbol genealógico de alguien era motivo suficiente para prohibirme verlo. No importaba cuánto le rogara o explicara; ella siempre encontraba una razón para decir no.
Esa noche, mientras cenábamos en silencio, mi padre intentó mediar:
—Lucía, deja a la niña respirar un poco. Ya tiene diecisiete años…
—¡Por eso mismo! —interrumpió ella—. Ahora es cuando más cuidado hay que tener. ¿No ves cómo están las cosas? Las drogas, los embarazos… Yo no voy a permitir que Mariana termine como esas muchachas del barrio.
Me atraganté con el arroz. ¿Así me veía? ¿Como un caso perdido esperando suceder?
Esa noche no dormí. Me revolvía en la cama pensando en todas las veces que mi madre había revisado mis cuadernos buscando cartas, espiado mis conversaciones de WhatsApp o llamado a las mamás de mis amigas para confirmar si realmente estaba donde decía estar. Recordé cuando tenía catorce y me prohibió ir a la fiesta de cumpleaños de Sofía porque “la familia es muy liberal”. O cuando rompió mi primer diario porque “los secretos no existen entre madre e hija”.
Al día siguiente, Camila me esperaba en la esquina del colegio.
—¿Otra vez te peleaste con tu mamá? —preguntó, viendo mi cara hinchada.
Asentí. —No sé cuánto más aguante esto. Siento que me ahogo.
Camila me abrazó fuerte. —¿Y si te vienes a quedar a mi casa este fin de semana? Mi mamá dice que eres bienvenida.
La idea me pareció un oasis. Pero sabía que pedirle permiso a mi madre sería inútil. Así que mentí: le dije que tenía una actividad escolar y que dormiría en casa de una compañera responsable, hija de una amiga suya.
El viernes por la tarde, mientras hacía la maleta a escondidas, sentí una mezcla de culpa y alivio. Por primera vez en años, iba a hacer algo sin su consentimiento. Cuando salí por la puerta, mi madre estaba hablando por teléfono en la cocina. Me miró de reojo y preguntó:
—¿Llevas todo?
—Sí —respondí con voz temblorosa.
Caminé rápido hasta la parada del bus. El corazón me latía tan fuerte que temía que todos lo oyeran. Cuando llegué a casa de Camila, su mamá me recibió con un abrazo cálido y una sonrisa sincera. Esa noche cenamos pizza y vimos películas hasta tarde. Me sentí libre por primera vez en mucho tiempo.
Pero la libertad duró poco.
A las dos de la mañana, mi celular vibró sin parar: llamadas perdidas de mi madre, mensajes llenos de signos de exclamación y amenazas veladas: “Si no contestas ahora mismo, voy a llamar a la policía”.
El pánico me invadió. Camila intentó calmarme:
—No le hagas caso, solo quiere asustarte.
Pero yo conocía a mi madre. Era capaz de cualquier cosa con tal de tener el control.
A las tres de la mañana tocaron la puerta con fuerza. Era mi tío Ernesto y dos policías del barrio. Mi madre había llamado diciendo que estaba desaparecida y temía por mi vida.
La vergüenza me quemó el rostro cuando los vecinos salieron a mirar el escándalo. Mi madre llegó minutos después, despeinada y con los ojos rojos de tanto llorar o gritar; nunca supe cuál era cuál.
—¿Ves lo que me obligas a hacer? —me gritó frente a todos—. ¡Yo solo quiero protegerte!
Me llevó a casa casi arrastrándome del brazo. Esa noche no dormimos ninguna de las dos. Ella lloraba en la sala mientras yo lloraba en mi cuarto.
Al día siguiente no fui al colegio. Mi madre me quitó el celular y la computadora “hasta nuevo aviso”. Me sentí prisionera en mi propia casa.
Pasaron los días y el ambiente se volvió irrespirable. Mi padre intentó hablar con ella:
—Lucía, esto no puede seguir así. Mariana necesita espacio para crecer.
Pero ella solo repetía:
—Nadie entiende lo que es ser madre en este país. Nadie sabe lo que he sacrificado por ella.
Una tarde, mientras lavaba los platos, me acerqué y le dije con voz baja:
—Mamá, si sigues así voy a terminar odiándote.
Ella se quedó helada. Por primera vez vi miedo en sus ojos.
—No quiero perderte —susurró—. Solo tengo miedo… miedo de que te pase algo malo.
Me senté a su lado y lloramos juntas por largo rato. No resolvimos nada esa noche, pero por primera vez sentí que podía hablarle sin miedo.
Hoy tengo veintidós años y vivo sola en un pequeño apartamento en Ciudad de Panamá. Mi madre sigue llamando todos los días y preguntando detalles absurdos sobre mi vida: si cerré bien la puerta, si comí suficiente, si mis amigas tienen novio o no. A veces siento rabia; otras veces entiendo que su amor es torpe pero sincero.
A veces me pregunto: ¿cuántas madres como Lucía hay en Latinoamérica? ¿Cuántos hijos viven bajo esa lupa invisible? ¿Cómo se aprende a soltar sin dejar de amar?