Cansada de la pereza de mi esposo: La historia de Mariana y Julián

—¡Julián, por favor! ¿Vas a quedarte todo el día viendo televisión otra vez? —grité desde la cocina, mientras el olor a arroz quemado llenaba el pequeño departamento en el centro de Medellín.

No hubo respuesta. Solo el murmullo del televisor y el sonido de una cerveza abriéndose. Sentí cómo la rabia me subía por la garganta, mezclada con una tristeza que me pesaba en los hombros. ¿En qué momento se había convertido mi vida en esto?

Cuando conocí a Julián, era un hombre trabajador, lleno de sueños. Yo, Mariana, tenía 24 años y acababa de terminar mi carrera de contaduría. Él era taxista y, aunque no tenía mucho dinero, siempre encontraba la manera de sorprenderme con detalles: una rosa robada del jardín del parque, un café caliente en las mañanas frías. Nos casamos rápido, sin pensarlo mucho, porque el amor parecía suficiente.

Al principio, Julián insistía en que yo no trabajara. «Descansa, mi amor. Yo me encargo de todo», me decía mientras me acariciaba el cabello. Y yo, ingenua y enamorada, acepté. Cuando finalmente conseguí un trabajo en una oficina contable, él no se opuso. «Gástate tu plata en lo que quieras», me decía con una sonrisa. Y así lo hice: ropa, maquillaje, salidas con mis amigas. No teníamos hijos aún, así que la vida era ligera.

Pero los años pasaron y algo cambió en Julián. Primero dejó el taxi porque «el carro ya no daba más». Luego empezó a buscar trabajo «sin mucha suerte». Los días se hicieron semanas y las semanas meses. Pronto, la rutina era siempre la misma: yo salía temprano a trabajar y él se quedaba en casa viendo novelas o partidos de fútbol.

Una tarde llegué agotada del trabajo y encontré la nevera vacía. —¿No fuiste al mercado?— pregunté sin ocultar mi molestia.

—Se me olvidó —respondió sin mirarme.

—¿Y qué vamos a comer?

—No sé, pide algo por Rappi.

Sentí un nudo en el estómago. No era solo la falta de comida; era la indiferencia, la falta de ganas. Empecé a hacer cuentas: mi sueldo apenas alcanzaba para pagar el arriendo, los servicios y algo de comida. Julián ya ni siquiera intentaba buscar trabajo. Cuando le preguntaba, se molestaba.

—¿Acaso no ves cómo está el país? Nadie contrata a nadie —me gritó una noche mientras yo lloraba en silencio en el baño.

Mi mamá me llamaba todos los domingos. —Mija, ¿cómo está Julián? ¿Ya consiguió algo?— preguntaba con esa voz preocupada que solo las madres saben poner.

—Sí, mamá… está buscando —mentía yo para no preocuparla más.

Pero la verdad era otra. Empecé a sentirme sola, atrapada en una relación donde solo yo cargaba con todo. Mis amigas me decían que lo dejara, que aún era joven para rehacer mi vida. Pero yo no podía. Había amor todavía… o tal vez solo costumbre y miedo al qué dirán.

Una noche, después de una discusión especialmente fuerte, Julián se fue a dormir al sofá. Yo me quedé sentada en la cama mirando el techo. Recordé a mi papá, que también había sido un hombre bueno pero derrotado por la vida y el desempleo. Mi mamá nunca lo dejó; decía que uno no abandona a su familia por las dificultades.

Pero yo sentía que me ahogaba. Empecé a trabajar horas extras para poder pagar las cuentas. Dejé de comprarme cosas para mí; todo era para la casa. Julián seguía igual: levantándose tarde, viendo televisión, saliendo a veces con sus amigos del barrio a jugar dominó.

Un día llegué temprano del trabajo y lo encontré dormido en el sofá con una botella vacía al lado. La casa estaba hecha un desastre: platos sucios, ropa tirada por todas partes. Sentí una rabia tan grande que empecé a gritarle:

—¡Esto no es vida! ¡No puedo más! ¿Por qué no haces nada? ¿Por qué no te importa?

Julián se levantó sobresaltado y me miró con ojos cansados.

—¿Tú crees que es fácil? ¿Tú crees que yo quiero estar así? —me gritó— ¡No sabes lo que es sentirse inútil!

Por primera vez vi su dolor detrás de la pereza. Pero también sentí que ya no podía cargar con él ni con su tristeza.

Esa noche dormimos en silencio. Al día siguiente fui a trabajar como siempre, pero algo dentro de mí había cambiado. Empecé a ahorrar en secreto; abrí una cuenta solo para mí. No sabía si iba a dejarlo o si solo necesitaba sentir que tenía una salida.

Pasaron los meses y Julián seguía igual. Un día mi jefe me ofreció un ascenso si estaba dispuesta a mudarme a otra ciudad: Cali. Era mi oportunidad de empezar de nuevo… pero también significaba dejarlo todo atrás.

Esa noche le conté a Julián sobre la oferta.

—Haz lo que quieras —me dijo sin emoción— Yo ya estoy acostumbrado a estar solo.

Sentí un vacío enorme en el pecho. Lloré toda la noche pensando en lo que había sido nuestro amor y en lo que quedaba ahora: dos extraños compartiendo techo por costumbre y miedo.

Hoy escribo esto desde un pequeño apartamento en Cali. Tomé la decisión de irme sola. Julián nunca me llamó ni buscó saber cómo estaba. A veces me pregunto si hice bien o si debí luchar más por él… pero también sé que merezco ser feliz y no cargar con la vida de otro.

¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por amor? ¿Cuándo es momento de pensar primero en uno mismo? Ojalá alguien allá afuera tenga respuestas mejores que las mías.