Corazón Partido: Cuando el Amor de un Padre Deja a una Hija en la Sombra

—¿Por qué siempre es Santiago? —grité, con la voz quebrada, mientras veía a mi papá abrazar a mi hermano después de su partido de fútbol. Yo estaba ahí, con mis cuadernos de dibujo apretados contra el pecho, esperando aunque sea una mirada, una palabra de orgullo. Pero papá solo tenía ojos para él.

Me llamo Alexandra y crecí en un barrio de clase media en Guadalajara. Mi papá, Ernesto, tuvo a Santiago con su primera esposa antes de casarse con mi mamá, Lucía. Desde que tengo memoria, Santiago fue el sol alrededor del cual giraba todo en nuestra casa. Era el hijo perfecto: buen estudiante, deportista, simpático. Yo era la hija callada, la que prefería los libros y los colores.

Recuerdo una tarde lluviosa cuando tenía ocho años. Había ganado un concurso de pintura en la escuela y llegué corriendo a casa con el diploma arrugado en la mochila. Mamá me abrazó fuerte y me llenó de besos. —¡Estoy tan orgullosa de ti, mi niña! —me dijo. Pero cuando papá llegó del trabajo y le mostré mi diploma, apenas sonrió. —Qué bien, hija —dijo, sin apartar la vista del celular—. ¿Santiago ya llegó? ¿Cómo le fue en el examen de matemáticas?

Esa noche lloré en silencio. Mamá entró a mi cuarto y me acarició el cabello. —No es tu culpa, Alexandra —susurró—. Tu papá tiene heridas viejas que no sabe cómo sanar. Pero tú eres suficiente, mi amor. Eres suficiente.

Pero no lo sentía así. Cada domingo era igual: papá llevaba a Santiago al estadio Jalisco a ver al Atlas o al Chivas, mientras yo me quedaba en casa ayudando a mamá con la comida o dibujando sola en mi cuarto. Cuando intentaba acercarme a ellos, sentía que invadía un territorio prohibido.

Un día, cansada de sentirme invisible, le pregunté directamente:

—Papá, ¿por qué nunca vienes a mis exposiciones? ¿Por qué solo te importa lo que hace Santiago?

Me miró sorprendido, como si nunca hubiera notado mi tristeza.

—No digas tonterías, Alexandra. Los dos son mis hijos.

Pero sus palabras flotaron en el aire como una mentira piadosa. Santiago entró en ese momento y papá se levantó para abrazarlo. Yo me quedé ahí, sintiéndome más pequeña que nunca.

Con los años, aprendí a esconder mis logros y mis heridas. Me volví experta en fingir que no me importaba. En la prepa, cuando gané una beca para estudiar arte en la UNAM, mamá lloró de alegría y papá apenas asintió.

—¿Y Santiago? —preguntó—. ¿Ya sabe qué va a estudiar?

La distancia entre nosotros creció tanto que ya ni siquiera intentaba cruzarla. Mamá seguía luchando por unirnos:

—Ernesto, deberías ir a ver una exposición de Alexandra. Es importante para ella.

—Estoy ocupado, Lucía. Además, esas cosas no son lo mío.

A veces escuchaba sus discusiones por las noches. Mamá le reclamaba su indiferencia y él se defendía diciendo que no era cierto, que solo quería lo mejor para nosotros. Pero yo sabía la verdad: su corazón tenía dueño y no era yo.

Santiago tampoco ayudaba mucho. No era cruel conmigo, pero tampoco hacía nada por incluirme. Éramos dos extraños bajo el mismo techo.

La gota que derramó el vaso fue el día de mi graduación universitaria. Había preparado una exposición especial y le pedí a papá que fuera.

—No puedo, hija —dijo sin mirarme—. Santiago tiene un partido importante.

Ese día entendí que nunca iba a ser suficiente para él.

Me fui a vivir a Ciudad de México con la beca y traté de rehacer mi vida lejos de esa sombra que me perseguía. Mamá me llamaba todos los días y me contaba cómo estaban las cosas en casa.

—Tu papá te extraña —decía—. Solo que no sabe cómo decírtelo.

Pero yo ya no podía creerlo.

Pasaron los años y un día recibí una llamada inesperada: papá estaba enfermo. Volví a Guadalajara con el corazón apretado por los recuerdos y el resentimiento.

En el hospital, lo vi más frágil que nunca. Santiago estaba ahí, como siempre, a su lado. Mamá me abrazó fuerte y me susurró:

—A veces los padres no saben amar como deberían, pero eso no significa que tú no merezcas amor.

Me acerqué a la cama y papá me miró con ojos cansados.

—Alexandra…

No dijo más. No hubo disculpas ni grandes revelaciones. Solo silencio y una mano temblorosa buscando la mía.

En ese momento entendí que había pasado toda mi vida esperando algo que tal vez nunca llegaría: su reconocimiento, su amor incondicional. Pero también supe que yo podía sanar aunque él nunca cambiara.

Hoy sigo pintando y encontrando belleza en las sombras. Aprendí a quererme aunque mi papá no supiera cómo hacerlo.

¿Hasta cuándo vamos a cargar con las heridas que nos dejan nuestros padres? ¿Cuántos niños siguen creciendo en silencio esperando ser vistos? Los leo.