Cruce de caminos a los sesenta: El dilema de una madre española
—Mamá, ¿de verdad no lo entiendes? ¡Te necesito aquí! —La voz de Lucía retumbó en la cocina, rebotando entre las paredes llenas de fotos antiguas y recuerdos de una vida entera en Salamanca.
Me quedé quieta, con las manos aún húmedas del agua del fregadero. Miré por la ventana: la luz dorada del atardecer bañaba los tejados, y por un instante deseé ser tan inamovible como esas tejas centenarias. Pero la realidad era otra. Mi hija, con su pelo recogido a toda prisa y las ojeras marcadas por noches sin dormir, me miraba desde la puerta con una mezcla de súplica y reproche.
—Lucía, cariño, yo… —Intenté buscar las palabras, pero se me atragantaron en la garganta—. Toda mi vida está aquí. Tus hermanos, mis amigas, la iglesia, el mercado… ¿Cómo voy a dejarlo todo?
Ella suspiró, cansada. —Mamá, no te pido que lo dejes todo para siempre. Solo… solo hasta que salga de este bache. Ya sabes cómo está el trabajo en Barcelona. Si no acepto este puesto en la tienda de Maribel, no sé cómo voy a pagar el alquiler. Y con Sergio tan pequeño…
Sergio. Mi nieto. Solo pensar en él me partía el alma. Tenía apenas cuatro años y ya había visto más discusiones que muchos adultos. Su padre desapareció cuando Lucía estaba embarazada, y desde entonces ella había luchado sola. Yo siempre la admiré por su fuerza, pero ahora esa misma fortaleza parecía volverse contra mí.
—¿Y qué pasa con tu hermano Andrés? —pregunté, casi como un susurro—. Él también vive en Barcelona.
Lucía apretó los labios. —Andrés tiene su vida. Su trabajo, su novia… No puedo pedirle que deje todo por nosotros. Además, tú eres su abuela. Sergio te adora.
Sentí una punzada de culpa. ¿Era egoísta por querer quedarme? ¿O era simplemente miedo? A mis sesenta y tres años, la idea de empezar de cero en una ciudad grande me aterraba. Salamanca era mi refugio: conocía cada rincón, cada vecino, cada secreto del barrio.
Esa noche apenas dormí. Me levanté varias veces a mirar las fotos del salón: Lucía con sus trenzas el día de su comunión; Andrés disfrazado de pirata; mi difunto marido, Manuel, sonriendo con una copa de vino en la mano. Me pregunté qué habría hecho él en mi lugar. Siempre decía que la familia era lo primero, pero también defendía que cada uno debía vivir su propia vida.
Al día siguiente fui al mercado como siempre. Saludé a Carmen en la frutería y a Paco en la panadería. Todos me preguntaron por Lucía y Sergio; todos sabían lo difícil que era criar a un niño sola hoy en día. Carmen me miró con ternura y me dijo:
—Pilar, si yo tuviera tu edad y mi hija me pidiera ayuda… no sé si sería capaz de irme tampoco. Pero los hijos… ya sabes.
Volví a casa con el corazón encogido. Lucía me llamó al mediodía.
—¿Has pensado lo que te dije?
—Sí —respondí—. No dejo de pensarlo.
—Mamá, no quiero presionarte… pero Maribel necesita saberlo esta semana. Si no, dará el puesto a otra persona.
Maribel era la madre de Marta, la mejor amiga de Lucía desde el colegio. Llevaba años viviendo en Barcelona y tenía una pequeña tienda de ropa en Gràcia. Me ofrecía trabajo allí para ayudarme a integrarme y tener algo propio mientras cuidaba de Sergio.
Esa noche soñé con mi marido. Me decía que no tuviera miedo, que la vida siempre da segundas oportunidades si uno se atreve a tomarlas.
El domingo vinieron mis amigas a jugar a las cartas. Les conté mi dilema y todas opinaron:
—Yo no podría dejar mi casa —dijo Teresa—. Pero claro, tampoco tengo nietos.
—A veces hay que sacrificarse —añadió Rosario—. Pero también tienes derecho a pensar en ti.
Me sentí más confundida que nunca.
El lunes por la mañana llamé a Lucía.
—He decidido irme contigo —le dije antes de que pudiera decir nada—. Pero solo por unos meses, hasta que te estabilices.
Al otro lado del teléfono escuché un sollozo ahogado.
—Gracias, mamá… No sabes cuánto significa esto para mí.
Colgué y me senté en el sofá, temblando. Miré alrededor: las cortinas bordadas por mi madre, los libros polvorientos de Manuel, las plantas que regaba cada mañana… ¿Sería capaz de volver algún día? ¿O esta decisión marcaría el principio del fin de mi vida aquí?
Los días siguientes fueron un torbellino: cajas, despedidas apresuradas, promesas de visitas que sabía que serían difíciles de cumplir. La última noche en Salamanca salí al balcón y respiré hondo el aire fresco del Tormes.
En el tren hacia Barcelona, Sergio se durmió en mi regazo mientras Lucía miraba por la ventana con los ojos brillantes de esperanza y miedo.
Ahora escribo estas líneas desde un pequeño piso en Gràcia, rodeada de ruidos nuevos y caras desconocidas. Echo de menos mi casa cada día, pero cuando Sergio me abraza al volver del cole siento que quizá he hecho lo correcto.
A veces me pregunto: ¿cuándo dejamos de ser madres para empezar a ser mujeres con sueños propios? ¿Cuántas veces puede uno empezar de nuevo antes de perderse del todo?