Cuando dejé de salvar nuestro matrimonio: la historia de Lucía y Sergio
—¿Otra vez con esa cara, Lucía? —me soltó Sergio nada más entrar por la puerta, dejando caer las llaves sobre la mesa del recibidor.
No respondí. Me limité a mirarle, sintiendo cómo el cansancio me recorría el cuerpo como un escalofrío. Era jueves, las ocho y media de la tarde, y la casa olía a lentejas recalentadas. Los niños discutían en el salón por el mando de la tele. Yo llevaba puesta la misma camiseta desde la mañana y las ojeras me ardían bajo la luz del pasillo.
—¿No piensas decir nada? —insistió él, quitándose la chaqueta sin mirarme.
—¿Qué quieres que diga, Sergio? —respondí al fin, con voz apagada.
Él bufó y se fue directo al baño. Cerró la puerta con ese golpe sordo que ya era parte de nuestra rutina. Me apoyé en la pared y sentí que las lágrimas querían salir, pero no les di permiso. No otra vez. No por lo mismo.
Durante años fui yo quien salvó nuestro matrimonio. Yo, Lucía Martín, la que buscaba las palabras cuando él se encerraba en su mutismo. La que después de cada pelea era capaz de acercarse, aunque no tuviera nada por lo que pedir perdón. La que sonreía en las cenas familiares para que nadie sospechara que todo se desmoronaba por dentro.
Sergio nunca fue hombre de grandes gestos ni de conversaciones profundas. Prefería salir a correr antes que hablar de lo que nos pasaba. Cuando discutíamos, se iba a dar una vuelta por el barrio o se encerraba en el baño con el móvil. Yo me quedaba recogiendo los platos rotos —a veces literalmente— y recomponiendo los pedazos de nuestra vida juntos.
Recuerdo una noche de invierno, hace dos años. Habíamos discutido porque él llegó tarde otra vez y ni siquiera avisó. Los niños ya estaban dormidos. Me senté frente a él en la cocina, con las manos temblando sobre la mesa.
—Sergio, no puedo más así —le dije—. Necesito que hablemos.
Él me miró como si le hablara en otro idioma.
—¿Hablar de qué? Siempre estás igual —respondió.
Me sentí invisible. Como si mis palabras rebotaran contra una pared fría e impenetrable. Pero aun así, fui yo quien se acercó esa noche y le abrazó primero.
Así era siempre. Yo era el pegamento invisible que mantenía todo unido. Pero ese pegamento se fue gastando poco a poco. Empecé a sentirme sola incluso cuando él estaba a mi lado en el sofá viendo «El Hormiguero» o cuando íbamos juntos al Mercadona los sábados por la mañana.
Mis amigas me decían:
—Lucía, no puedes cargar tú sola con todo. Si él no pone de su parte, ¿qué sentido tiene?
Pero yo seguía intentándolo. Por los niños, por los años juntos, por miedo a estar sola o a fracasar. Hasta que un día, simplemente, me rendí.
Fue un domingo por la tarde. Habíamos discutido porque Sergio no quería ir a casa de mis padres a comer. Yo ya ni siquiera lloré. Me senté en el balcón con un café frío y miré cómo jugaban los niños en el parque de abajo.
En ese momento supe que no podía seguir así. Que no podía salvar algo que él ni siquiera intentaba rescatar.
Esa semana dejé de buscarle después de cada pelea. Dejé de ser yo quien rompía el hielo o proponía planes para reconciliarnos. Me limité a existir junto a él, como dos desconocidos compartiendo piso en un barrio cualquiera de Madrid.
Al principio, Sergio no pareció notarlo. Seguía con sus rutinas: trabajo, gimnasio, móvil, sofá. Pero poco a poco empezó a inquietarse.
Una noche entró en la cocina mientras yo fregaba los platos.
—¿No vas a decirme nada? —preguntó, casi con miedo.
Le miré sin dejar de frotar un vaso.
—No tengo nada que decir —contesté.
Él se quedó parado unos segundos y luego salió sin decir palabra.
Al día siguiente fue él quien me mandó un mensaje al trabajo:
“¿Te apetece cenar fuera esta noche?”
Me sorprendió tanto que tardé en responderle. Acepté por inercia más que por ganas.
En el restaurante estaba nervioso. Habló poco pero me miraba como si buscara algo en mi cara que ya no estaba allí.
—Lucía… —empezó—. Últimamente te noto distante.
Me encogí de hombros.
—Quizá porque estoy cansada de ser siempre yo la que tira del carro.
Por primera vez en mucho tiempo le vi dudar, buscar palabras que nunca le habían salido fáciles.
—No quiero perderte —dijo al fin, bajando la voz—. Sé que no lo he puesto fácil… pero quiero intentarlo.
No supe qué responderle. Había esperado tanto tiempo escuchar algo así que ahora me parecía irreal, casi cruel.
A partir de esa noche Sergio empezó a cambiar pequeños gestos: recogía la mesa sin que se lo pidiera, preguntaba cómo había ido mi día, incluso propuso ir juntos al cine un viernes cualquiera. Los niños lo notaron enseguida y empezaron a bromear:
—Papá está raro… ¡pero mola!
Yo observaba todo con una mezcla de esperanza y escepticismo. ¿Era posible reconstruir algo después de tanto desgaste? ¿O simplemente estábamos poniendo parches sobre una herida demasiado profunda?
Una tarde mi hermana Carmen vino a casa y me encontró sentada en el suelo del salón, rodeada de juguetes sin recoger.
—¿Y tú? ¿Cómo estás realmente? —me preguntó mientras me abrazaba fuerte.
No supe qué decirle. Sentía miedo y alivio al mismo tiempo. Miedo de volver a ilusionarme y alivio porque ya no era yo sola quien luchaba por nosotros.
Ahora han pasado seis meses desde aquel domingo en el balcón. Sergio sigue esforzándose: hablamos más, reímos más e incluso hemos vuelto a hacer planes para el verano con los niños. Pero sé que nada está garantizado; el amor también se cansa si solo uno lo alimenta.
A veces me pregunto si hacía falta llegar tan lejos para que él reaccionara… ¿Por qué esperamos siempre al borde del abismo para cambiar? ¿Cuántas mujeres como yo siguen luchando solas sin saber si merece la pena?