Cuando el Amor se Apaga: La Historia de Mariana y Julián

—¿Por qué ya no me miras igual, Julián? —le pregunté una noche, mientras el ventilador giraba lento en el techo y las sombras bailaban en las paredes de nuestro pequeño departamento en Barranquilla.

Él no respondió. Solo se encogió de hombros y siguió mirando su celular, como si yo fuera invisible. Sentí un nudo en la garganta, ese que te avisa que algo se está rompiendo por dentro. No era la primera vez que lo notaba distante, pero esa noche, el silencio fue más pesado que nunca.

Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad. Julián era el alma de las fiestas, siempre con una sonrisa y un chiste listo. Yo era más reservada, pero él me hacía sentir especial. Nos casamos jóvenes, convencidos de que el amor bastaba para todo. Pero nadie te prepara para la rutina, para los días en que el trabajo te consume y los sueños se quedan guardados en un cajón.

Los primeros años fueron felices. Nos reíamos juntos, cocinábamos arepas los domingos y soñábamos con viajar a Medellín o a Buenos Aires. Pero después de que nació nuestra hija, Valeria, todo cambió. Julián empezó a llegar tarde del trabajo, siempre cansado, siempre con excusas. Yo también estaba agotada, entre pañales y noches sin dormir, pero aún así buscaba su abrazo al final del día. Él solo me daba la espalda.

Una tarde, mientras recogía los juguetes de Valeria, escuché a Julián hablando por teléfono en la cocina. Su voz era suave, casi cariñosa. No pude evitar acercarme. “No te preocupes, yo también pienso en ti”, dijo antes de colgar. Cuando entré, fingió estar buscando algo en la nevera.

—¿Con quién hablabas? —pregunté, tratando de sonar casual.
—Con mi mamá —respondió sin mirarme.

Sabía que mentía. Lo supe por la forma en que evitó mis ojos, por ese temblor en su voz que nunca había notado antes. Esa noche lloré en silencio, abrazando a Valeria mientras dormía. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?

Empecé a notar otras señales: ya no me contaba sus cosas, no me pedía consejos como antes. Las cenas eran silenciosas; solo se escuchaba el zumbido del televisor y el tintineo de los cubiertos. Cuando intentaba hablarle de mis miedos o mis sueños, él cambiaba de tema o simplemente se levantaba de la mesa.

Un sábado por la tarde, mi hermana Camila vino a visitarnos. Mientras tomábamos café en el balcón, me miró con esos ojos que todo lo ven.

—Mariana, ¿estás bien? Te noto apagada.

No pude mentirle. Le conté todo entre lágrimas: las ausencias de Julián, las mentiras, la soledad que sentía incluso cuando él estaba a mi lado.

—Tal vez deberías hablar con alguien —me sugirió—. Un psicólogo podría ayudarte a entender lo que está pasando.

Al principio dudé. En mi familia siempre se decía que los problemas de pareja se resolvían en casa. Pero ya no podía más con ese peso en el pecho. Pedí cita con la psicóloga del barrio, la doctora Lucía Torres.

En la primera sesión apenas pude hablar sin llorar. Lucía me escuchó con paciencia y luego me dijo algo que nunca olvidaré:

—Mariana, a veces el amor se transforma o se apaga. No es tu culpa ni la de él. Pero tienes derecho a buscar tu felicidad.

Salí de esa consulta con más preguntas que respuestas, pero también con una chispa de esperanza. Empecé a cuidar más de mí: retomé mis clases de pintura, salí a caminar con Valeria por el malecón y volví a reírme con Camila como cuando éramos niñas.

Julián notó los cambios. Una noche me preguntó:

—¿Por qué estás tan diferente?

Lo miré a los ojos y sentí una mezcla de tristeza y alivio.

—Porque estoy aprendiendo a quererme otra vez —le respondí—. Y porque merezco algo más que tu indiferencia.

Él bajó la mirada y por primera vez en mucho tiempo vi lágrimas en sus ojos.

—Perdóname —susurró—. No sé en qué momento dejé de luchar por nosotros.

No hubo gritos ni reproches esa noche. Solo dos personas cansadas aceptando una verdad dolorosa: nuestro amor ya no era el mismo.

Decidimos darnos un tiempo. Julián se fue a casa de su hermano mientras yo me quedé con Valeria. Fue duro explicarle a mi hija por qué papá ya no dormía en casa, pero preferí decirle la verdad: a veces los adultos dejan de quererse como antes y eso está bien.

Con el tiempo aprendí a estar sola sin sentirme vacía. Descubrí que mi valor no dependía del amor de Julián ni de nadie más. Empecé a soñar otra vez, esta vez solo para mí y para Valeria.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de lo fuerte que fui al enfrentar esa soledad y ese miedo al cambio. A veces me pregunto si Julián y yo podríamos haber hecho algo diferente, pero ya no me atormenta la duda.

¿Será que uno puede volver a confiar en el amor después de perderlo todo? ¿Cuántas mujeres estarán viviendo lo mismo ahora mismo y no se atreven a hablarlo? Ojalá mi historia sirva para abrir ese diálogo.