Cuando el amor se mide en euros: la historia de una madre y su hija
—Mamá, ¿vas a poder ayudarme este mes con la guardería de Hugo? —La voz de Lucía, mi hija, sonaba tensa al otro lado del teléfono. Yo apreté el auricular contra la oreja, como si así pudiera encontrar una respuesta que no doliera tanto.
—Cariño, ya te lo he dicho… Desde que me jubilé, apenas llego a fin de mes. No puedo más —le respondí, sintiendo cómo se me encogía el pecho.
Un silencio frío se instaló entre nosotras. Podía imaginar su expresión: ceño fruncido, labios apretados. La misma cara que ponía de niña cuando no conseguía lo que quería.
—Pues nada, mamá. Ya veré cómo me las apaño —dijo al fin, cortante. Y colgó.
Me quedé sentada en la cocina, mirando la taza de café frío. El reloj marcaba las once y media de la mañana de un martes cualquiera en Madrid, pero para mí era como si el tiempo se hubiera detenido. Desde que me jubilé hace seis meses, todo parecía ir cuesta abajo: la pensión apenas me daba para pagar el alquiler y la compra. Había trabajado toda mi vida —primero en la panadería del barrio, luego limpiando casas y, por las tardes, cuidando a los hijos de otros— para que a Lucía no le faltara de nada. Y ahora… ahora sentía que solo era útil si podía seguir pagando.
No era la primera vez que discutíamos por dinero. Pero esta vez fue diferente. Pasaron los días y Lucía no llamó. Ni un mensaje. Ni una foto de Hugo. Yo intenté llamarla dos veces; la primera no contestó, la segunda me colgó tras escuchar mi voz.
La soledad se hizo más densa en mi pequeño piso de Vallecas. Me pasaba las tardes mirando las fotos antiguas: Lucía en su primer día de colegio; Lucía con su vestido blanco de comunión; Lucía abrazando a Hugo recién nacido. Recordé cómo lloró cuando su marido la dejó sola con el niño y cómo fui yo quien estuvo a su lado, quien pagó abogados y alquileres atrasados. ¿De verdad todo eso no valía nada si ya no podía ayudarla económicamente?
Una tarde de domingo, decidí ir a su casa sin avisar. Caminé hasta el portal con el corazón desbocado. Llamé al timbre. Nadie contestó. Esperé un rato largo, hasta que una vecina salió y me miró con lástima.
—¿Buscas a Lucía? —me preguntó.
—Sí… Soy su madre.
—Pues lleva días diciendo que está muy liada… Pero yo la veo salir con el niño al parque casi todas las tardes.
Sentí una punzada de rabia y tristeza. Volví a casa arrastrando los pies. Esa noche apenas dormí. Soñé con Hugo corriendo hacia mí en el parque, gritando «¡abuela!». Al despertar, la realidad era aún más cruel.
Pasaron semanas. El teléfono seguía mudo. Empecé a preguntarme si había hecho algo mal como madre. ¿Había consentido demasiado? ¿Había confundido el amor con darlo todo materialmente? En el centro de mayores escuchaba historias parecidas: abuelos que solo veían a sus nietos cuando tocaba regalo o ayuda económica.
Un día recibí una carta certificada: Lucía me pedía que no volviera a acercarme a su casa sin avisar y que respetara su espacio. «Cuando puedas ayudarme de nuevo, hablamos», terminaba la nota escrita con su letra apresurada.
Me derrumbé. Lloré como no lloraba desde que murió mi marido hace veinte años. Me sentí invisible, prescindible… usada.
Mi amiga Carmen vino a verme esa tarde.
—¿Sabes lo que pienso? —me dijo mientras me servía una tila— Que has sido una madre ejemplar, pero también tienes derecho a vivir tu vida sin sentirte culpable por no poder dar más dinero.
—Pero es mi hija… y Hugo es mi nieto —balbuceé entre sollozos.
—Y tú eres una persona, no un cajero automático —sentenció Carmen.
Empecé a ir al centro de mayores más a menudo. Allí encontré apoyo y comprensión. Compartimos historias parecidas: abuelos apartados cuando ya no podían ayudar económicamente; hijos adultos incapaces de ver más allá del dinero.
Un día, mientras tomábamos café en el centro, una señora llamada Rosario dijo algo que me hizo pensar:
—El amor verdadero no se mide por lo que das, sino por lo que eres capaz de compartir cuando ya no tienes nada material que ofrecer.
Esa noche escribí una carta para Lucía:
«Querida hija,
Te quiero más allá de lo que pueda darte o no darte en euros. Mi mayor deseo es ver crecer a Hugo y seguir formando parte de vuestras vidas, aunque solo pueda ofrecerte mi tiempo y mi cariño. Si algún día quieres hablar o necesitas un abrazo de madre, aquí estaré siempre para ti.
Con amor,
Mamá»
No sé si algún día responderá. Pero he decidido seguir adelante: cuidar de mí misma, disfrutar de los pequeños placeres —un paseo por El Retiro, una charla con amigas— y recordar que valgo mucho más que mi cuenta bancaria vacía.
A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos que el dinero se interpusiera entre nosotros? ¿Cuántas familias españolas viven hoy lo mismo sin atreverse a hablarlo? ¿De verdad solo somos útiles mientras podamos dar algo material?
¿Y vosotros? ¿Creéis que el amor familiar debería depender del dinero? ¿O es posible reconstruir los lazos cuando ya no hay nada material que ofrecer?