Cuando el amor se rompe: Mi vida tras la traición de Fernando
—¿Por qué huele a perfume de mujer en tu camisa, Fernando? —pregunté, con la voz temblorosa y el corazón a punto de salirse del pecho. Él ni siquiera levantó la vista del móvil. Era un martes cualquiera, pero yo ya sabía que nada volvería a ser igual.
No soy una persona desconfiada por naturaleza, o al menos eso me repetía mi madre cuando era niña. Pero la vida me ha enseñado a mirar dos veces antes de confiar. Crecí en una familia acomodada de Salamanca, hija única y con una madre que gobernaba la casa con mano firme. «Las mujeres tenemos que ser fuertes, Lucía», me decía siempre. Pero nadie te prepara para el golpe seco de la traición.
Fernando y yo llevábamos juntos veintitrés años. Dos hijos adolescentes, una hipoteca en el centro y una rutina que, aunque a veces monótona, me daba seguridad. Pero esa noche, mientras él se duchaba y yo recogía su ropa, el olor dulce y ajeno en su camisa me atravesó como un cuchillo. No era mi perfume. No era mi olor.
—No empieces, Lucía —me cortó él, seco—. Estoy cansado.
Me quedé helada. No era la primera vez que discutíamos, pero nunca le había visto tan distante. Esa noche no dormí. Me pasé horas mirando el techo, repasando cada detalle de los últimos meses: sus ausencias, sus mensajes a deshoras, su repentina afición por el gimnasio. Todo encajaba.
Al día siguiente, mientras los niños estaban en clase y él en la oficina, llamé a mi amiga Pilar. Siempre ha sido mi confidente.
—¿Y si me estoy volviendo loca? —le pregunté entre lágrimas.
—No eres tú, Lucía. Si tienes dudas, es por algo. Haz lo que tengas que hacer para saber la verdad.
Así que lo hice. Revisé su ordenador cuando él salió a correr. Encontré correos, fotos y hasta reservas de hotel en Madrid. El nombre de ella era Marta. Una mujer diez años más joven, divorciada y sin hijos.
El mundo se me vino abajo. Sentí rabia, humillación y miedo. ¿Qué iba a pasar con mis hijos? ¿Con nuestra casa? ¿Conmigo?
Esa noche le enfrenté.
—Lo sé todo, Fernando. Sé lo de Marta.
Él no lo negó. Solo bajó la cabeza y murmuró:
—No quería hacerte daño… Pero ya no te quiero como antes.
Fue como si me arrancaran el alma. Lloré durante horas mientras él hacía la maleta en silencio. Los niños dormían; no quise despertarlos ni hacerles partícipes del desastre.
Al día siguiente, Fernando se fue de casa. Me quedé sola en la cocina, rodeada de tazas vacías y recuerdos rotos. Mi madre vino corriendo cuando se lo conté.
—Tienes que ser fuerte, Lucía —me repitió—. Por ti y por tus hijos.
Pero yo no quería ser fuerte. Quería gritar, romper platos, desaparecer. Sin embargo, algo dentro de mí se encendió: una chispa de dignidad que no sabía que tenía.
Durante semanas viví en piloto automático: llevar a los niños al instituto, ir al trabajo en la gestoría, fingir normalidad delante de los vecinos. Salamanca es pequeña; las noticias vuelan. Pronto todo el mundo supo que Fernando se había ido con otra.
Las miradas en el supermercado me pesaban como piedras. Algunas amigas dejaron de llamarme; otras me ofrecían consuelo forzado.
—Ya encontrarás a otro —me decían—. Eres joven aún.
Pero yo no quería otro hombre. Quería recuperar mi vida.
Un día, mi hija Laura entró en la cocina mientras yo lloraba en silencio sobre una taza de café frío.
—Mamá… ¿vas a estar bien?
La miré a los ojos y supe que tenía que salir adelante por ella y por su hermano Pablo. No podía dejarme vencer.
Empecé a ir al psicólogo. Al principio me sentía ridícula contando mis miserias a una desconocida, pero poco a poco fui soltando el dolor. Aprendí a poner límites, a decir «no» sin sentirme culpable.
Fernando intentó volver varias veces cuando las cosas con Marta no salieron como esperaba.
—He cometido un error —me dijo una tarde lluviosa de noviembre—. ¿Podemos intentarlo otra vez?
Sentí lástima por él, pero también por mí misma por haber esperado tanto tiempo una disculpa que nunca llegó del todo sincera.
—No, Fernando —le respondí con voz firme—. Ya no soy la misma mujer que dejaste.
Fue duro decirlo, pero necesario. Mis hijos lo notaron: empecé a sonreír más, a salir con amigas nuevas del club de lectura, a viajar sola los fines de semana que ellos estaban con su padre.
Mi madre seguía preocupada por el qué dirán:
—Lucía, deberías pensar en tu reputación…
Pero yo ya no vivía para complacer a nadie más que a mí misma y a mis hijos.
Ahora tengo 49 años y miro atrás sin arrepentimientos. He aprendido que la vida puede romperse en mil pedazos y aun así puedes reconstruirla desde cero. No soy perfecta ni lo pretendo; sigo teniendo días malos y noches solitarias. Pero he descubierto una fuerza dentro de mí que nunca imaginé tener.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas en matrimonios rotos por miedo al qué dirán? ¿Cuántas callan su dolor para no incomodar? Yo ya no callo más. Y tú… ¿qué harías si estuvieras en mi lugar?