Cuando el Amor se Vuelve Burla: La Historia de Mariana y Julián

—¿Otra vez vas a usar ese vestido, Mariana? —dijo Julián, con una sonrisa torcida, mientras yo me miraba al espejo antes de salir para la fiesta de cumpleaños de mi cuñada. Sentí el calor subirme a las mejillas, pero fingí no escuchar. Él se acercó y, bajando la voz para que sólo yo lo oyera, añadió—: Si al menos supieras combinar los colores…

No era la primera vez. Desde hace meses, cada vez que había una reunión familiar o con amigos, Julián encontraba la manera de convertir mis inseguridades en el centro de atención. Al principio pensé que era su humor paisa, ese sarcasmo tan típico de Medellín, pero pronto entendí que había algo más profundo y cruel en sus palabras.

Esa noche, mientras todos reían en la mesa, Julián contó la historia de cómo me perdí en el centro comercial porque «no sabe leer los mapas ni las señales». Todos rieron. Incluso mi suegra, doña Gloria, lanzó una carcajada y me miró como si fuera una niña torpe. Yo sonreí por fuera, pero por dentro sentí que me desmoronaba.

Cuando llegamos a casa, no pude contenerme:
—¿Por qué tienes que burlarte siempre de mí delante de todos? ¿Te hace sentir mejor?
Julián se encogió de hombros.
—Ay, Mariana, no seas tan sensible. Es sólo una broma. Además, todos se ríen. ¿No ves que así soy yo?

Me encerré en el baño y lloré en silencio. Recordé cuando nos conocimos en la universidad. Julián era divertido, atento, siempre tenía una palabra bonita para mí. ¿En qué momento cambió todo? ¿Cuándo pasé de ser su compañera a ser su chiste favorito?

Los días siguientes fueron iguales. En el trabajo, mis compañeras notaban mi tristeza.
—¿Estás bien, Mari? —me preguntó Laura.
—Sí, sólo estoy cansada —mentí.
Pero la verdad es que ya no dormía bien. Cada palabra de Julián retumbaba en mi cabeza: «No sabes cocinar ni un arroz», «Con ese acento tuyo nadie te toma en serio», «¿Vas a salir así? Pareces una señora de pueblo».

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando por teléfono con su hermano:
—Es que Mariana es muy ingenua, hermano. A veces me da risa cómo se toma todo tan en serio.
Sentí rabia y vergüenza. ¿Así hablaba de mí cuando yo no estaba? ¿Era sólo un chiste o realmente pensaba que yo era menos?

Decidí hablar con mi mamá. Ella siempre ha sido mi refugio.
—Mamá, ¿alguna vez papá se burló de ti así?
Ella me miró con sus ojos cansados pero llenos de sabiduría.
—Tu papá tenía su genio, pero nunca me hizo sentir menos. Mariana, uno no puede permitir que el amor propio se pierda por miedo a quedarse sola.

Esa noche lo confronté:
—Julián, necesito que pares. Tus bromas me duelen. Me hacen sentir pequeña.
Él bufó.
—Ay, Mariana, si no aguantas ni un chistecito…
—No es un chiste cuando se repite todos los días —le respondí con voz temblorosa.

Pasaron semanas. Julián no cambió. Incluso empezó a decirme que estaba exagerando y que «seguro andaba con la regla» cada vez que le pedía respeto. Mis amigas me decían que hablara con él o que buscara ayuda profesional. Pero aquí en Medellín, todavía hay quienes piensan que los problemas del matrimonio se resuelven «aguantando».

Un domingo fuimos a almorzar donde mis padres. Mi papá me miró serio cuando Julián hizo un comentario sobre cómo «Mariana nunca aprendió a montar bicicleta porque era muy miedosa». Sentí la mirada de mi papá clavada en Julián y luego en mí.
Al terminar el almuerzo, mi papá me llamó aparte:
—Hija, nadie tiene derecho a hacerte sentir menos. Ni siquiera tu esposo.

Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las veces que me quedé callada para evitar una pelea. En todas las veces que fingí reírme para no quedar como la amargada del grupo. Pensé en mi yo de hace años: alegre, segura, llena de sueños. ¿Dónde estaba esa Mariana?

Una tarde cualquiera, mientras caminaba por el parque de Laureles, vi a una pareja joven tomados de la mano y riendo juntos. No había burla en sus ojos; sólo complicidad y cariño. Sentí una punzada de nostalgia y tristeza.

Decidí buscar ayuda psicológica. En la primera sesión lloré como nunca antes.
—Siento que ya no valgo nada —le dije a la psicóloga—. Siento que soy invisible.
Ella me miró con ternura:
—Mariana, nadie puede quitarte tu valor si tú no lo permites. Pero tienes que aprender a poner límites.

Empecé a escribir un diario. Cada vez que Julián hacía un comentario hiriente, lo anotaba. Al leerlo todo junto me di cuenta del patrón: no era humor; era desprecio disfrazado de risa.

Un día llegué temprano del trabajo y encontré a Julián viendo televisión. Me senté frente a él y le mostré mi cuaderno.
—Esto es lo que dices de mí cada semana —le dije—. ¿De verdad crees que esto es amor?
Él leyó algunas páginas y por primera vez lo vi incómodo.
—No sabía que te afectaba tanto…
—Pues sí —le respondí—. Y si no puedes cambiarlo, prefiero estar sola que seguir siendo tu burla.

Esa noche dormí en el sofá. Al día siguiente fui a casa de mis padres y les conté todo. Mi mamá lloró conmigo; mi papá me abrazó fuerte.

No fue fácil tomar la decisión de separarme. En Medellín todavía hay quienes te juzgan por «no aguantar» o por «no luchar por tu matrimonio». Pero entendí que nadie merece ser humillado por quien dice amarlo.

Hoy vivo sola en un pequeño apartamento cerca del río Medellín. A veces siento miedo; otras veces me siento libre como nunca antes. Estoy aprendiendo a quererme otra vez.

Me pregunto: ¿Cuántas Marianas hay allá afuera riendo para ocultar su dolor? ¿Cuántos Julián creen que el amor es hacer sentir menos al otro? ¿Hasta cuándo vamos a normalizar la burla como forma de cariño?

¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que el amor se volvió burla? ¿Qué harías si fueras yo?