Cuando el hilo se rompe: La historia de los García sin red
—Papá, ¿qué vamos a cenar hoy? —pregunté mientras abría la nevera y veía solo un cartón de leche a medias y un par de huevos.
Antonio, mi padre, no respondió. Estaba sentado en la mesa de la cocina, con la cabeza entre las manos, el móvil delante de él como si esperara una llamada que nunca llegaría. Yo tenía dieciséis años y, hasta ese momento, nunca le había visto tan derrotado.
El teléfono sonó. Era mamá. Su voz temblaba desde Múnich, donde llevaba tres años limpiando casas para que nosotros pudiéramos seguir adelante en nuestro piso de Vallecas. “Lucía, cariño, ponme con tu padre”, dijo. Le pasé el móvil y me quedé escuchando desde la puerta.
—Antonio… lo siento mucho, de verdad. Me han reducido las horas. No puedo enviaros dinero este mes… ni sé cuándo podré volver a hacerlo —dijo ella, ahogada por el llanto.
Mi padre apretó los labios. “¿Y qué hacemos ahora, Carmen? ¿De qué vamos a vivir? Aquí no hay trabajo ni para barrer las calles”.
Colgó sin despedirse. El silencio era tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo. Me acerqué despacio y le toqué el hombro. “Papá… ¿y ahora qué?”
Él me miró con unos ojos que no reconocía: oscuros, llenos de miedo y rabia. “Ahora te toca a ti espabilar, Lucía. Ya no eres una niña”.
Así empezó todo. Los días siguientes fueron una sucesión de sobres sin abrir —facturas de la luz, del agua— y discusiones cada vez más amargas. Mi padre salía por las mañanas a buscar trabajo y volvía cada vez más tarde, oliendo a tabaco y cerveza barata. Yo intentaba estudiar, pero el estómago vacío y el ruido de sus gritos me lo impedían.
Una tarde, al volver del instituto, encontré a mi padre sentado en el sofá con la mirada perdida en la televisión apagada. “¿Has encontrado algo?”, pregunté.
—¿Tú qué crees? —respondió él, con voz áspera—. Aquí solo quieren a jóvenes o a enchufados. Y tú… ¿no podrías buscarte algo? Una chica de tu edad puede limpiar casas o cuidar niños.
Me quedé helada. Nunca antes me había hablado así. “Papá, tengo exámenes… Quiero ir a la universidad”.
Él se levantó de golpe y tiró el mando contra la pared. “¡La universidad! ¡Eso es para los ricos! Aquí hay que sobrevivir, Lucía”.
Esa noche lloré en silencio. Pensé en mi madre, sola en Alemania, mandando todo lo que ganaba para que yo pudiera tener un futuro mejor. Y ahora ese futuro se desmoronaba delante de mis ojos.
Pasaron las semanas y la situación empeoró. Un día encontré a mi padre rebuscando en los cajones de mi habitación. “¿Qué haces?”, le pregunté.
—Busco dinero —dijo sin mirarme—. ¿No tendrás algo guardado?
Me sentí traicionada. Saqué mi hucha —los ahorros de cumpleaños y Navidades— y se la di sin decir palabra. Él ni siquiera me dio las gracias.
Empecé a trabajar limpiando escaleras en el edificio de al lado después de clase. Al principio lo hacía a escondidas, pero pronto mi padre se enteró y empezó a exigirme el dinero cada semana. “Es para pagar el gas”, decía, pero yo sabía que parte se lo gastaba en el bar.
Una noche discutimos tan fuerte que los vecinos llamaron a la policía. Cuando los agentes se fueron, mi padre me miró con odio: “Tú también vas a abandonarme como tu madre”.
Me sentí culpable, pero también furiosa. ¿Por qué tenía que cargar yo con todo? ¿Por qué mi padre no podía ser fuerte por los dos?
Un sábado por la mañana recibí un mensaje de mi madre: “He conseguido un trabajo extra. Pronto podré enviaros algo”. Sentí alivio, pero también una tristeza profunda. ¿Hasta cuándo íbamos a vivir así? ¿Cuánto más podía aguantar mi familia?
Esa tarde encontré a mi padre llorando en la cocina. Era la primera vez que le veía así desde que era pequeña.
—Perdóname, Lucía —dijo entre sollozos—. No sé cómo hacerlo solo.
Me senté a su lado y le abracé. Por primera vez en meses sentí compasión por él; detrás de toda esa rabia solo había miedo y soledad.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias como la mía viven al borde del abismo cuando falta ese hilo invisible que nos sostiene? ¿Por qué en España seguimos dependiendo tanto del sacrificio de los que se van fuera?
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que el mundo se derrumba cuando desaparece vuestro único apoyo?