Cuando el Matrimonio se Vuelve un Sueño Lejano: La Historia de Mariana

—¿Y para cuándo el novio, Mariana? —La voz de mi madre retumba en la cocina, rebotando entre las ollas y el aroma a café recién hecho. Es domingo, y como cada semana, la familia se reúne en la casa de mis padres en Medellín. Mi hermana menor, Camila, ya tiene dos hijos y un esposo que la espera en casa. Yo, en cambio, tengo treinta y cuatro años, una maestría en economía y un puesto estable en una multinacional. Pero para mi mamá, todo eso parece invisible frente a mi dedo anular vacío.

—Mamá, por favor… —respondo bajito, sintiendo las miradas de mis tías clavadas en mi espalda—. No es tan fácil como crees.

—¿No será que eres muy exigente? —interviene mi tía Lucía, sirviendo más arepas—. En mis tiempos, uno no se ponía con tantas vueltas.

Respiro hondo. No quiero pelear, pero tampoco quiero seguir callando. ¿Por qué nadie pregunta si soy feliz? ¿Por qué el matrimonio sigue siendo la meta obligatoria para nosotras?

Afuera, la lluvia golpea los ventanales. Recuerdo cuando era niña y soñaba con una boda de cuento de hadas. Pero la vida me llevó por otros caminos: becas, viajes, noches enteras estudiando para ser la mejor. Y sí, he tenido amores. Algunos intensos, otros fugaces. Ninguno terminó en altar.

—Mariana, hija —mi papá se acerca y me toma la mano—, tu mamá solo quiere verte bien.

—¿Y si estoy bien así? —pregunto casi en un susurro.

El silencio cae sobre la mesa. Mi hermana me mira con compasión; sé que ella también ha sentido esa presión, aunque eligió otro camino.

Esa noche, al volver a mi apartamento, me siento frente a la ventana con una copa de vino. Las luces de la ciudad titilan como promesas incumplidas. Pienso en Julián, el último hombre con quien salí. Era divertido, inteligente… pero cuando le hablé de mis planes de irme a trabajar a Buenos Aires por un año, su entusiasmo se apagó.

—¿Y nosotros qué? —me preguntó.

—No sé —le respondí con honestidad—. Yo no puedo dejar pasar esta oportunidad.

Él se fue alejando poco a poco. Como otros antes que él. A veces pienso que mi independencia asusta. O tal vez soy yo la que teme perderse a sí misma por amor.

En la oficina, mis colegas celebran mis logros. Pero cuando llega el cumpleaños de alguien y empiezan las bromas sobre soltería, siento esa punzada incómoda.

—Mariana, ¿y tú para cuándo? —me pregunta Andrés, el jefe de recursos humanos—. Con ese puesto y esa pinta, deberías tener fila.

Sonrío por fuera; por dentro, me arde la rabia. ¿Por qué nadie le pregunta eso a los hombres?

Una tarde, después del trabajo, me encuentro con Laura, mi mejor amiga desde la universidad. Ella también está soltera y ha hecho carrera en el sector público.

—A veces siento que nos vendieron un cuento —me dice mientras compartimos empanadas en un parque—. Que si no nos casamos antes de los treinta y cinco, algo anda mal con nosotras.

—¿Y si simplemente queremos otra cosa? —le respondo—. ¿Y si nuestro sueño no es el matrimonio sino vivir a nuestra manera?

Pero cuando llego a casa y veo las fotos antiguas de mis padres bailando en su boda, siento una nostalgia inexplicable. ¿Será que me estoy perdiendo de algo?

Un día recibo una invitación: Camila va a renovar sus votos matrimoniales y quiere que yo sea su madrina. Me alegra por ella, pero también me invade una tristeza sorda. En la fiesta, todos bailan y celebran el amor eterno. Yo sonrío para las fotos, pero por dentro me pregunto si alguna vez viviré algo así.

Esa noche mi mamá se acerca y me abraza fuerte.

—Perdóname si te presiono tanto —me dice con lágrimas en los ojos—. Solo quiero verte feliz.

—Lo sé, mamá —le respondo—. Pero mi felicidad no depende de un anillo.

Al volver a mi rutina, decido dejar de buscar respuestas afuera. Empiezo a salir sola al cine, a viajar sin compañía, a disfrutar mis logros sin sentirme incompleta. Poco a poco descubro que mi vida tiene sentido tal como es.

Pero aún así, hay noches en las que la soledad pesa más que cualquier título o ascenso laboral. Me pregunto si algún día encontraré a alguien que entienda mi forma de amar: libre pero comprometida; fuerte pero vulnerable.

Hoy escribo esto desde un café en Bogotá, mientras observo parejas caminar bajo la lluvia. No sé si el matrimonio llegará para mí o si seguiré este camino sola. Pero he aprendido que mi valor no depende del estado civil ni de las expectativas ajenas.

¿Será que algún día podremos vivir sin sentirnos incompletas por no cumplir con lo que otros esperan? ¿Cuántas mujeres más estarán haciéndose estas mismas preguntas ahora mismo?