Cuando la distancia se convierte en herida: la historia de Lucía y Marta

—¿Por qué te fuiste, mamá? —La voz de Marta retumba en el pasillo, tan fría como la lluvia que golpea los cristales de nuestro viejo piso en Vallecas.

Me quedo quieta, con las llaves aún en la mano, incapaz de mirarla a los ojos. Han pasado veinte años desde que crucé la frontera rumbo a Múnich, dejando a mi hija al cuidado de mi hermana Pilar. Veinte años desde que tomé la decisión más dura de mi vida, convencida de que era lo mejor para las dos. Pero ahora, frente a su mirada herida, me pregunto si alguna vez fue suficiente.

—No tenía otra opción, Marta —susurro, pero mi voz se pierde entre el ruido de la cafetera y el televisor encendido. Ella se cruza de brazos, apoyada en el marco de la puerta, con esa expresión que tanto me recuerda a su padre cuando discutíamos antes del divorcio.

—Siempre dices lo mismo. Pero yo era una niña. Te necesitaba aquí.

Cierro los ojos y vuelvo a aquel invierno de 2003. España estaba sumida en una crisis económica brutal. Mi exmarido, Antonio, llevaba años sin trabajo y cada vez bebía más. La casa se llenaba de gritos y silencios incómodos. Cuando finalmente me armé de valor para pedirle el divorcio, supe que mi vida y la de Marta cambiarían para siempre.

Durante un tiempo intenté sobrevivir con trabajos precarios: limpiando casas, cuidando ancianos, vendiendo ropa en mercadillos. Pero el dinero no alcanzaba y las facturas se acumulaban como montañas imposibles de escalar. Fue entonces cuando Pilar me habló de una oportunidad en Alemania: cuidar a una anciana en las afueras de Múnich. El sueldo era bueno, lo suficiente para enviar dinero cada mes y asegurarle a Marta un futuro mejor.

La noche antes de irme, Marta lloró abrazada a mi cintura. Tenía solo doce años y los ojos llenos de miedo.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —me preguntó entre sollozos.

—Solo unos meses, cariño. Pronto volveré —mentí, porque ni yo misma sabía cuánto duraría aquella ausencia.

Los meses se convirtieron en años. Cada llamada por Skype era un recordatorio doloroso de lo que me estaba perdiendo: su primer instituto, sus cumpleaños, las funciones del colegio. Pilar hacía lo que podía, pero yo sentía cómo mi hija se alejaba poco a poco, como si cada kilómetro entre Múnich y Madrid fuera una barrera más alta.

A veces, al terminar mi jornada cuidando a la señora Gertrudis —una mujer alemana severa pero justa— me sentaba junto a la ventana y repasaba las fotos que Marta me enviaba por correo electrónico. En todas sonreía, pero yo podía ver la tristeza escondida tras sus ojos verdes.

Cuando por fin pude volver a España, Marta tenía diecisiete años y ya no era la niña que dejé atrás. Me recibió con un abrazo frío y una lista interminable de reproches silenciosos. Intenté recuperar el tiempo perdido: le preparaba su comida favorita, le compraba libros, le preguntaba por sus amigos. Pero ella respondía con monosílabos o se encerraba en su cuarto durante horas.

El tiempo pasó y nuestra relación nunca volvió a ser la misma. Ahora Marta tiene treinta y dos años, trabaja como psicóloga en un centro social y vive a diez minutos de mi casa. Nos vemos los domingos para comer, pero siempre hay algo tenso en el aire, como si ninguna de las dos supiera cómo romper ese muro invisible que nos separa.

Hoy ha decidido decirlo todo de golpe:

—¿Sabes lo que fue crecer sin ti? ¿Tener que explicarle a todo el mundo por qué mi madre estaba en otro país? ¿Sentirme sola cuando todos mis amigos tenían a sus padres en casa?

Siento una punzada en el pecho. Sé que tiene razón. Sé que nada de lo que diga podrá borrar esos años de ausencia.

—Lo hice por ti —repito, casi suplicando—. Quería darte una vida mejor.

Marta suspira y se sienta frente a mí. Por primera vez en mucho tiempo veo lágrimas asomando en sus ojos.

—Quizá habría preferido tenerte aquí aunque tuviéramos menos dinero —dice en voz baja.

El silencio se instala entre nosotras como un invitado incómodo. Pienso en todas las madres españolas que han tenido que emigrar para darles un futuro a sus hijos; en todas las familias rotas por la distancia y la necesidad.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunto al fin, con miedo y esperanza mezclados en la garganta.

Marta me mira largo rato antes de responder:

—No lo sé, mamá. Pero quiero intentarlo.

Nos abrazamos torpemente, como si estuviéramos aprendiendo a conocernos otra vez. Y mientras siento su calor después de tantos años fríos, me pregunto: ¿Cuántas heridas deja realmente la distancia? ¿Se puede recuperar el amor perdido o hay ausencias que nunca se curan?