Cuando la Sangre Aprieta: Entre la Lealtad y el Dolor
—¿Otra vez Lucía? —escupí las palabras como si fueran veneno, incapaz de contenerme mientras veía a Álvaro dejar el tenedor sobre el plato, la cena aún caliente—. ¿No puede ir sola al médico? ¿No tiene amigas, madre, alguien más?
Él me miró con esa mezcla de culpa y resignación que ya conocía demasiado bien. —Es mi hermana, Marta. Sabes que no tiene a nadie más.
Mentira. Lucía tenía a todos, pero a todos los quería menos que a Álvaro. Desde que nos casamos, hace ya tres años en aquel ayuntamiento de Salamanca, su presencia se fue colando en cada rincón de nuestra vida. Al principio era una llamada diaria, luego visitas inesperadas, después cenas improvisadas y, finalmente, problemas que sólo mi marido podía resolver.
Recuerdo la primera vez que sentí que mi matrimonio no era sólo cosa de dos. Fue el día que Lucía apareció en casa llorando porque su novio la había dejado. Álvaro la abrazó durante horas, mientras yo preparaba café y escuchaba desde la cocina cómo ella sollozaba: “No sé qué haría sin ti, hermano”.
Al principio intenté comprenderla. Perdieron a sus padres jóvenes y Álvaro siempre fue su protector. Pero con el tiempo, la compasión se transformó en cansancio, y el cansancio en rabia. Cada vez que planeábamos algo juntos, Lucía llamaba con una urgencia nueva: una mudanza, una cita médica, una avería en casa. Y Álvaro siempre acudía.
Una noche, después de una discusión especialmente amarga, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me miré al espejo y apenas me reconocí: ojeras profundas, labios apretados, el brillo de la ilusión apagado. ¿Dónde estaba la Marta que soñaba con una vida tranquila y un amor compartido?
Las cosas empeoraron cuando Lucía perdió el trabajo. Se instaló en nuestro sofá “por unos días”, pero los días se convirtieron en semanas. Yo salía temprano para trabajar en la biblioteca municipal; al volver, encontraba a Lucía viendo series o hablando por teléfono a carcajadas. La tensión se podía cortar con cuchillo.
Una tarde, llegué antes de lo habitual y escuché a Lucía hablando con una amiga:
—Marta es tan fría… No entiendo qué le ve Álvaro. Yo nunca dejaría que mi hermano se sintiera solo.
Me temblaron las manos de rabia. Entré al salón y ella me miró desafiante. —¿Quieres algo? —preguntó con voz neutra.
—Quiero mi casa —respondí sin pensar.
Esa noche enfrenté a Álvaro. —No puedo más —le dije—. O tu hermana encuentra otro sitio donde vivir o yo me voy.
Él me miró como si le hubiera pedido que eligiera entre respirar o morir. —No puedes pedirme eso, Marta…
—¿Y tú? ¿No ves lo que me estás pidiendo a mí?
El silencio llenó la habitación como un gas tóxico. Dormimos espalda contra espalda.
Los días siguientes fueron una tortura. Lucía evitaba mirarme y Álvaro apenas me hablaba. Una tarde, al volver del trabajo, encontré mis cosas apiladas junto a la puerta: libros, ropa, hasta mis plantas. Lucía estaba sentada en el sofá con los ojos rojos.
—No quiero ser un problema —susurró—. Pero Álvaro te necesita menos de lo que me necesita a mí.
Me quedé helada. ¿Era eso cierto? ¿Había perdido la batalla antes siquiera de empezar?
Álvaro llegó poco después. Me miró con tristeza y cansancio.
—Marta… No sé cómo arreglar esto. No quiero perderte, pero tampoco puedo dejar sola a Lucía.
—¿Y yo? ¿No estoy sola también?
Me fui esa noche a casa de mi amiga Carmen. Lloré en su sofá mientras ella me abrazaba y repetía: “No es culpa tuya”. Pero yo sentía que sí lo era; que quizá no supe comprender lo suficiente, o amar lo suficiente, o luchar lo suficiente.
Pasaron semanas sin hablar con Álvaro. Un día recibí un mensaje suyo: “Lucía ha encontrado trabajo y se ha mudado. ¿Podemos hablar?”
Nos vimos en un café del centro. Él parecía más viejo, más cansado.
—Lo siento —dijo—. No supe poner límites. No supe protegerte a ti también.
Yo asentí, pero algo dentro de mí se había roto.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
Él suspiró.—No lo sé…
A veces pienso que el amor no es suficiente cuando la familia aprieta tanto que ahoga. ¿Cuántos matrimonios se rompen por no saber decir “basta”? ¿Cuántos amores se pierden por miedo a herir a quienes más queremos?
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde se puede ceder antes de perderse a uno mismo?