Cuando la traición duerme bajo tu techo: la historia de Lucía y Carmen

—¿Por qué has dejado la puerta abierta otra vez, Lucía? —La voz de mi marido, Andrés, retumbó en el pasillo mientras yo recogía los platos del desayuno. No contesté. Tenía la cabeza en otra parte, en ese nudo en el estómago que llevaba semanas creciendo, aunque no sabía aún por qué.

Carmen apareció en la cocina con su bata azul, el pelo revuelto y una sonrisa que antes me habría parecido sincera. —No te preocupes, Andrés, he sido yo. Me olvidé al sacar la basura —dijo, guiñándome un ojo como si compartiéramos un secreto.

Hace tres meses, Carmen llamó a mi puerta llorando. Su pareja la había dejado y no tenía dónde ir. No lo dudé ni un segundo: era mi mejor amiga desde el instituto, la hermana que nunca tuve. Le preparé la habitación de invitados y le prometí que aquí estaría segura, que juntos saldríamos adelante. Mi casa era su casa.

Al principio todo era como siempre: risas hasta tarde, confidencias en la terraza mientras fumábamos un cigarro a escondidas de Andrés. Pero poco a poco empecé a notar cosas extrañas. Carmen se arreglaba más para estar en casa que cuando salíamos juntas; se ofrecía a preparar la cena cuando yo estaba cansada y siempre insistía en que Andrés probara primero sus guisos.

Una noche, mientras recogía el salón, escuché susurros en la cocina. Me acerqué sin hacer ruido y oí la risa de Carmen mezclada con la voz grave de Andrés:

—Deberías venir más a menudo al gimnasio conmigo —decía él.
—¿Y dejarte solo con todas esas chicas? Ni loca —respondió ella, y ambos rieron.

Me sentí una intrusa en mi propia casa. ¿Era celos? ¿O simplemente miedo a perder lo poco que me quedaba de estabilidad?

Las semanas pasaron y las señales se hicieron imposibles de ignorar. Una tarde, al volver antes del trabajo, encontré a Carmen sentada en el sofá con Andrés, demasiado cerca. Se apartaron al verme, pero sus miradas se cruzaron con una complicidad que me heló la sangre.

Esa noche no pude dormir. Recordé todas las veces que Carmen me había consolado tras una discusión con Andrés, todos los secretos que le había confiado sobre mis inseguridades y mis dudas. ¿Había estado siempre esperando este momento?

Al día siguiente, decidí enfrentarla. Esperé a que Andrés saliera para ir al supermercado y me senté frente a ella en la cocina.

—Carmen, ¿hay algo que quieras contarme? —pregunté, intentando mantener la voz firme.
Ella me miró con sus ojos grandes y oscuros, tan familiares y ahora tan ajenos.
—¿A qué te refieres?
—No sé… últimamente te veo muy cercana a Andrés. Me siento desplazada en mi propia casa.

Carmen suspiró y bajó la mirada.
—Lucía… no sé qué decirte. Solo intento ayudaros. Sé que estáis pasando una mala racha y quiero que volváis a estar bien.

Quise creerla. Quise pensar que todo era producto de mi imaginación y mi inseguridad. Pero esa misma noche, mientras preparaba la cena, vi cómo Andrés le rozaba la mano al pasarle el pan. Ella sonrió y le devolvió el gesto.

No podía más. Llamé a mi hermana Marta y le conté todo entre sollozos. Ella me escuchó en silencio y luego me dijo:
—Lucía, tienes que abrir los ojos. No puedes permitir que nadie cruce esa línea en tu casa.

Esa frase me dio fuerzas para actuar. Al día siguiente, cuando Carmen volvió de hacer la compra, le pedí que se sentara conmigo en el salón.

—Carmen, creo que ha llegado el momento de que busques otro sitio donde quedarte —le dije con voz temblorosa.
Ella me miró sorprendida, pero no dijo nada durante unos segundos eternos.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
—Sabes perfectamente lo que has hecho —respondí, sintiendo cómo se me rompía el corazón—. Has traicionado mi confianza y has cruzado un límite que nunca debiste tocar.

Carmen se levantó despacio y recogió sus cosas sin decir una palabra más. Cuando cerró la puerta tras de sí, sentí un vacío inmenso. Andrés intentó hablar conmigo esa noche, pero yo ya no podía mirarle igual.

Pasaron los días y el silencio entre nosotros se hizo insoportable. Finalmente, una tarde lluviosa de noviembre, Andrés confesó lo que ya sabía: había tenido una aventura con Carmen.

Me derrumbé. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. No solo había perdido a mi marido; había perdido también a mi mejor amiga, mi confidente, mi hermana elegida.

Hoy escribo estas líneas desde el pequeño piso al que me mudé tras separarme de Andrés. A veces me pregunto si fui demasiado ingenua o si simplemente confié demasiado en las personas equivocadas. En España decimos que «quien bien te quiere te hará llorar», pero nadie te prepara para el dolor de una traición doble: la del amor y la de la amistad.

¿Alguna vez habéis sentido cómo se desmorona vuestro mundo por confiar en quien no debíais? ¿Es posible volver a confiar después de algo así?