Cuando mi hijo llamó a la puerta: entre el amor y el miedo al futuro

—Mamá, por favor, solo esta vez. Te lo prometo, es la última—. La voz de Sergio temblaba al otro lado de la puerta, como si supiera que cada palabra era una piedra más en el muro que nos separaba.

Yo estaba sentada en la mesa de la cocina, con las manos apretadas alrededor de una taza de café frío. Mi marido, Antonio, me miraba desde el pasillo, su ceño fruncido y los labios apretados en una línea dura. El gato, Don Gato, dormía ajeno a todo sobre el radiador.

—Sergio, no puedo—. Mi voz salió más firme de lo que sentía. Por dentro, una parte de mí gritaba que abriera la cartera, que le diera todo lo que pidiera. Pero la otra parte, la que había aprendido a base de golpes y facturas impagadas, se mantuvo firme.

—¿No puedes o no quieres?—. Su pregunta me atravesó como un cuchillo. Recordé cuando era pequeño y venía a enseñarme sus dibujos del colegio, esperando siempre una sonrisa, una palabra de ánimo. Ahora solo buscaba billetes.

Antonio se acercó y me puso una mano en el hombro. No dijo nada, pero su gesto era claro: «Aguanta». Llevábamos cuarenta años juntos, con más baches que rectas. Hubo un tiempo en que pensé en divorciarme, cuando las discusiones eran diarias y los silencios aún peores. Pero ahora, con las canas y las arrugas, solo queríamos paz.

—Sergio, tu padre y yo estamos a punto de jubilarnos. No podemos seguir así—. Intenté sonar comprensiva, pero sabía que él solo oía un portazo en la cara.

—¿Y qué? ¿Ahora resulta que soy una carga?—. Su voz subió un tono. Sentí cómo Antonio se tensaba a mi lado.

—No eres una carga, hijo. Pero tenemos que pensar en nuestro futuro también—. Las palabras me sabían a traición.

Sergio resopló al otro lado de la puerta. Oí cómo pateaba el felpudo con rabia contenida.

—Siempre igual. Cuando os necesitaba de verdad tampoco estabais—. Y entonces se hizo el silencio. Un silencio tan espeso que casi podía cortarlo con el cuchillo del pan.

Me levanté despacio y abrí la puerta. Sergio ya bajaba las escaleras del portal, encorvado bajo el peso de su propia vida. Quise llamarle, decirle que volviera, pero las palabras se me quedaron atascadas en la garganta.

Antonio cerró la puerta y apoyó la frente en la madera.

—No podemos seguir rescatándole siempre—susurró—. Nos va a arrastrar con él.

Me senté otra vez en la cocina y miré las fotos familiares en la pared: Sergio con seis años en la playa de Benidorm; Sergio con su hermana Lucía en la cabalgata de Reyes; Sergio con nosotros en la boda de su primo Álvaro, antes de que todo se torciera.

Lucía hace años que se fue a Barcelona y apenas llama. Dice que está bien, que tiene trabajo y amigos, pero yo sé que también arrastra sus propias heridas familiares.

Antonio volvió a sentarse frente a mí.

—¿Te acuerdas cuando casi nos separamos?—me preguntó de repente.

Asentí sin mirarle.

—Pensé que no lo superaríamos nunca. Pero aquí estamos. Y ahora tenemos que pensar en nosotros, Carmen. Si no ahorramos ahora, ¿qué será de nosotros dentro de unos años?

No supe qué responderle. Me sentía egoísta y al mismo tiempo agotada. Habíamos trabajado toda la vida: él en la Renfe, yo en una tienda del barrio hasta que cerró por culpa del centro comercial nuevo. Ahora solo queríamos tranquilidad: pasear por el Retiro los domingos, leer el periódico sin sobresaltos, cuidar del gato y ver crecer las plantas del balcón.

Pero ser madre no se apaga nunca. Aunque Sergio tenga ya treinta y cinco años y una vida hecha (o deshecha), sigue siendo mi niño pequeño cuando me mira con esos ojos tristes.

Esa noche apenas dormí. Oía los pasos de Antonio por el pasillo cada vez que iba al baño; oía al gato maullar pidiendo comida; oía mi propia conciencia martilleando sin descanso.

A la mañana siguiente encontré una nota bajo la puerta:

«Mamá, perdona por lo de ayer. Sé que no es justo para vosotros. Solo quería sentirme apoyado alguna vez. No te preocupes más por mí. Sergio».

La leí varias veces, buscando entre líneas alguna señal de esperanza o reproche. No encontré nada claro.

Antonio leyó la nota y suspiró.

—Quizá esta vez aprenda algo—dijo sin mucha convicción.

Pasaron los días y Sergio no llamó ni apareció por casa. Yo seguía haciendo mi vida: comprando en el mercado de Maravillas, charlando con las vecinas sobre el precio del aceite y las pensiones, regando las plantas del balcón mientras Don Gato cazaba moscas imaginarias.

Pero cada vez que sonaba el teléfono o alguien llamaba al timbre, mi corazón daba un brinco esperando o temiendo que fuera él.

Una tarde, mientras Antonio veía el fútbol y yo preparaba una tortilla de patatas (como le gustaba a Sergio), me asaltó una duda cruel: ¿había hecho bien? ¿O había fallado como madre?

Esa noche me senté junto a la ventana abierta y miré las luces lejanas de Madrid. Pensé en todas las veces que había rescatado a Sergio: cuando suspendió selectividad; cuando perdió su primer trabajo; cuando rompió con Marta y vino a dormir al sofá durante semanas; cuando pidió dinero para montar un bar con unos amigos que acabaron estafándole.

Siempre había estado ahí para él… hasta ahora.

Antonio se acercó y me abrazó por detrás.

—No eres mala madre, Carmen—me susurró—. Solo eres humana.

Me quedé mirando el reflejo de nuestras caras cansadas en el cristal.

¿De verdad hay un momento en el que los padres deben dejar de salvar a sus hijos? ¿O el amor de madre es una condena eterna?

¿Vosotros qué haríais? ¿Dónde está el límite entre ayudar y dejar crecer?