Cuando mi hijo se fue: el silencio que duele más que la distancia
—¿Por qué no me coges el teléfono, Alejandro? —susurré al móvil, aunque sabía que la llamada iría directa al buzón de voz, como tantas otras veces en los últimos meses.
No soy de esas madres que atan a sus hijos a la falda. Siempre les dije a mis hijos: “Vivid vuestra vida, yo estaré bien”. Y lo creía de verdad. Pero ahora, sentada en la cocina de nuestro piso en Vallecas, con la luz de la tarde colándose por la ventana y el eco del silencio llenando la casa, me doy cuenta de que hay soledades que no se pueden anticipar.
Alejandro era mi orgullo. Buen estudiante, cariñoso, siempre dispuesto a ayudarme con las compras o a arreglar cualquier cosa en casa. Cuando conoció a Lucía en la universidad, me alegré. Ella era simpática, lista y de familia trabajadora como nosotros. Se casaron en una ceremonia sencilla en el Retiro, rodeados de amigos y familia. Recuerdo el abrazo que me dio antes de irse de luna de miel: “Mamá, no te preocupes. Siempre estaremos cerca”.
Pero la vida no es tan sencilla. A los pocos meses, Lucía consiguió un trabajo en Múnich. Alejandro dudó, pero yo le animé: “No dejes pasar la oportunidad. España está difícil para los jóvenes”. Me prometió que llamarían cada semana, que vendrían en Navidad y en verano. La primera Navidad cumplieron. La segunda ya no.
—¿Has hablado con Alejandro? —me preguntaba mi hermana Carmen cada domingo.
—Sí, bueno… me mandó un WhatsApp —mentía yo, para no preocuparla.
La verdad es que los mensajes se fueron espaciando. Primero eran fotos de su piso nuevo, luego selfies en el Oktoberfest, después solo respuestas rápidas: “Todo bien, mamá. Mucho trabajo”.
Un día llamé y Lucía contestó:
—Hola, Pilar. ¿Qué tal?
—Bien, hija. ¿Y vosotros?
—Muy liados… Alejandro está en una reunión. Te llamamos luego, ¿vale?
No llamaron. Y así empezó el silencio.
Intenté entenderlo. Son jóvenes, tienen su vida. Pero cuando mi marido murió hace dos años y la casa se quedó aún más vacía, empecé a necesitar esa voz al otro lado del teléfono. No para pedir nada, solo para saber que seguía ahí.
Una tarde de lluvia, mientras preparaba lentejas para mí sola —como si aún cocinara para tres— me atreví a escribirle un mensaje más largo:
“Alejandro, hijo, solo quiero saber cómo estás. No quiero molestaros. Si tienes un rato, llámame”.
No hubo respuesta.
Empecé a preguntarme si había hecho algo mal. ¿Fui demasiado fría? ¿Le di demasiada libertad? ¿Lucía no quiere que hablemos? Mi amiga Rosario me decía:
—Pilar, los hijos son así ahora. Se van y se olvidan.
Pero yo no podía creerlo. Alejandro no era así.
Un día decidí llamar al trabajo de Alejandro en Alemania. Me atendió una secretaria muy amable:
—Lo siento, señora, aquí no podemos pasar llamadas personales.
Colgué avergonzada y sentí una punzada de culpa. ¿Me estaba volviendo una madre pesada?
En el barrio empezaron los rumores:
—¿Tu hijo ya no viene nunca? —preguntaba la vecina del tercero.
—Está muy ocupado —respondía yo con una sonrisa forzada.
La soledad empezó a pesarme más que nunca. Me apunté a clases de pintura en el centro cultural para distraerme. Allí conocí a Mercedes, otra madre con un hijo en Londres. Compartíamos cafés y silencios llenos de nostalgia.
Un domingo cualquiera, mientras veía fotos antiguas de Alejandro jugando en el parque del barrio, me derrumbé y lloré como hacía años que no lloraba. Me sentí egoísta por necesitarle tanto y culpable por no haber sabido mantener ese vínculo.
Pasaron los meses y llegó la pandemia. El miedo y la incertidumbre lo llenaron todo. Pensé que quizás ahora sí llamaría, preocupado por mí. Pero solo recibí un mensaje automático: “Esperamos que estés bien. Cuídate mucho”.
Un día recibí una carta de Lucía:
“Querida Pilar,
Alejandro está pasando por un momento difícil aquí. El trabajo le absorbe y apenas tiene tiempo para nada. No es nada personal contigo. Espero que puedas entenderlo.”
Sentí alivio y rabia al mismo tiempo. ¿Por qué no podía decírmelo él mismo? ¿Tan difícil era marcar mi número?
La última vez que hablé con él fue hace seis meses. Sonaba cansado:
—Mamá, perdona… Estoy hasta arriba de trabajo…
—Solo quería oír tu voz —le dije.
—Te llamo pronto, lo prometo.
No volvió a llamar.
Ahora paso los días entre paseos por el parque y charlas con Mercedes sobre hijos ausentes y nietos que quizás nunca conoceremos. A veces pienso en ir a Múnich sin avisarles, pero luego me freno: ¿Y si les molesto? ¿Y si ya no hay sitio para mí en su vida?
Me pregunto si hice bien en dejarle volar tan lejos o si debí luchar más por mantenernos cerca. ¿Es este el precio de ser una madre moderna? ¿Cuántas madres españolas estarán ahora mismo esperando una llamada como yo?
¿De verdad los hijos se olvidan o somos las madres quienes nos quedamos ancladas al pasado? ¿Qué haríais vosotras en mi lugar?