Despedida a mi segunda madre: un último gracias a Carmen

—¿Por qué no contestas, Pablo? —La voz de mi hermana Lucía retumbaba en el teléfono, cargada de urgencia y ese reproche sutil que sólo los hermanos saben usar—. Carmen está muy mal. Si quieres despedirte, tienes que venir ya.

Eran las dos de la madrugada y Madrid, esa ciudad que nunca duerme, parecía más despierta que nunca. Salí corriendo del piso, sin chaqueta, sin pensar. El taxi atravesó la Castellana como una flecha. Miraba por la ventana y recordaba la primera vez que Carmen me abrió la puerta de su casa, hace ya quince años, cuando llegué de Salamanca con una maleta y el corazón hecho trizas por la muerte de mi madre.

Carmen no era familia. Era la vecina del tercero, una viuda con carácter y manos de panadera. Me vio llorar en el portal el día del entierro y, sin preguntar demasiado, me invitó a cenar. «Aquí nadie cena solo», me dijo. Y así empezó todo.

—¿Te acuerdas de tu madre? —me preguntó una noche, mientras amasaba pan—. Hay dolores que no se curan nunca, pero se aprende a vivir con ellos.

Con Carmen aprendí a vivir en Madrid. Me enseñó a no perderme en el metro, a regatear en el mercado de Maravillas, a distinguir el buen aceite de oliva del barato. Me enseñó a reírme de mis propios errores y a no tener miedo de pedir ayuda. Pero sobre todo, me enseñó que la familia no siempre es la que te toca, sino la que eliges.

Cuando llegué al hospital esa noche, Lucía estaba en la sala de espera con los ojos hinchados.

—Ha preguntado por ti —me dijo—. No sé si te va a reconocer.

Entré en la habitación y allí estaba Carmen, tan pequeña bajo las sábanas blancas, pero con esa dignidad suya intacta. Me acerqué a su lado y le cogí la mano.

—¿Pablo? —susurró—. ¿Eres tú?

—Soy yo, Carmen. Estoy aquí.

Me miró con esos ojos grises que tantas veces me habían juzgado y consolado a partes iguales.

—No llores —me dijo—. Ya sabes que no soporto los dramas.

Pero yo lloré igual. Lloré por mi madre, por Carmen, por todos los silencios y las palabras no dichas. Lloré porque nunca le había dicho gracias de verdad.

En casa, las cosas nunca fueron fáciles después de que mamá muriera. Mi padre se encerró en sí mismo y Lucía se fue pronto a Barcelona para huir del dolor. Yo me quedé solo en Salamanca hasta que la universidad me trajo a Madrid. Carmen fue mi refugio cuando más lo necesitaba.

Recuerdo una Navidad especialmente dura. No tenía dinero para volver a casa y Carmen me preparó una cena con sopa de ajo y turrón casero. «Aquí nadie pasa las fiestas solo», insistió. Esa noche hablamos hasta las tantas sobre su infancia en Toledo, sobre el amor y la pérdida, sobre cómo sobrevivir cuando parece que todo se derrumba.

Pero no todo era perfecto. Mi familia nunca entendió mi relación con Carmen. Mi padre decía que era una intrometida y Lucía pensaba que yo intentaba reemplazar a mamá. Hubo discusiones, silencios largos en las comidas familiares y reproches velados cada vez que mencionaba a Carmen.

—No puedes seguir dependiendo de esa mujer —me espetó mi padre una vez—. Tienes que hacer tu vida.

Pero yo ya estaba haciendo mi vida, sólo que con ayuda. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar el cariño cuando viene de donde menos lo esperamos?

La última vez que discutí con Carmen fue hace dos años. Yo estaba agobiado por el trabajo y apenas la llamaba. Un día apareció en mi piso con una tortilla de patatas y una bolsa de naranjas.

—No quiero ser una carga —me dijo—. Si tienes tu vida hecha, dímelo.

Me sentí fatal. Le grité que estaba cansado, que necesitaba espacio. Ella se fue sin decir nada más. Tardé semanas en llamarla para pedirle perdón.

Ahora, sentado junto a su cama en el hospital, todo eso me pesaba como una losa.

—Carmen —susurré—, gracias por todo lo que has hecho por mí. No sé si te lo he dicho alguna vez…

Ella sonrió apenas.

—Claro que sí, hijo —me respondió—. Lo he sabido siempre.

Murió esa madrugada, mientras le sujetaba la mano. Afuera empezaba a amanecer sobre Madrid y yo sentí un vacío inmenso, pero también una gratitud profunda.

El funeral fue sencillo. Vinieron sus amigas del barrio, algunos vecinos y hasta el frutero del mercado. Nadie habló mucho; todos sabíamos lo que habíamos perdido.

Ahora vuelvo a casa cada noche esperando encontrar su luz encendida en el pasillo o el olor a pan recién hecho subiendo por las escaleras. A veces me sorprendo hablando solo en voz alta, como si ella pudiera escucharme todavía.

La familia es complicada. A veces los lazos más fuertes no son los de sangre sino los del cariño compartido en los momentos difíciles. ¿Por qué nos cuesta tanto agradecer en vida? ¿Por qué esperamos siempre al último momento para decir lo importante?

¿Y vosotros? ¿Habéis tenido alguna vez una segunda madre o padre? ¿Os habéis atrevido a darles las gracias antes de que fuera tarde?