Después de la ausencia: El miedo a la cercanía tras la pérdida

—Mamá, no puedes seguir sola en esa casa. Vente con nosotros, por favor. —La voz de Lucía temblaba entre la preocupación y la impaciencia. Yo apretaba el borde de la mesa, sintiendo cómo el barniz frío me anclaba a la realidad.

No respondí enseguida. Miré el reloj de pared, ese que compramos en Toledo hace treinta años. El segundero avanzaba igual que siempre, pero el tiempo ya no era el mismo desde que Alfonso se fue. La casa se había vuelto demasiado grande para mí, cada rincón era un eco de su risa, de sus pasos arrastrando las zapatillas. Pero lo que Lucía no sabía —lo que nadie sabía— era que lo que más temía no era la soledad, sino la cercanía forzada, el tener que encajar en una vida que ya no era la mía.

—Déjame pensarlo, hija —susurré, sabiendo que esa respuesta era sólo una pausa antes del inevitable sí.

A los dos meses del funeral, empaqué mis cosas. No muchas: un par de maletas, las fotos enmarcadas, el libro de recetas de mi madre y la bufanda azul que Alfonso me regaló el último invierno. Cuando llegué al piso de Lucía en Móstoles, me recibió el olor a café y a colonia barata de mi yerno, Ramón. Los niños —Paula y Sergio— apenas levantaron la vista de sus móviles para saludarme.

—Abuela, ¿te quedas mucho? —preguntó Sergio sin apartar los ojos de la pantalla.

—No lo sé, cariño —mentí. Porque sí lo sabía: me quedaría hasta que pudiera volver a respirar sin que doliera.

Las primeras semanas fueron una coreografía incómoda. Lucía intentaba incluirme en todo: comidas familiares, paseos al parque, incluso las noches de televisión. Pero yo sentía que invadía un espacio ajeno. Ramón me saludaba con cortesía, pero su mirada decía otra cosa: preocupación por el gasto extra, por el ruido de mis pasos nocturnos al ir al baño, por mi presencia constante en el salón.

Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas —la única receta que me salía mejor que a Lucía— escuché una discusión en el pasillo.

—No podemos seguir así, Lucía. Tu madre no es feliz aquí y nosotros tampoco estamos cómodos —decía Ramón en voz baja.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que la deje sola? —respondió ella, casi al borde del llanto.

Me senté en una silla y apreté los puños. No quería ser una carga. No quería ser el motivo de sus peleas. Pero tampoco podía volver a esa casa vacía donde cada sombra tenía el tamaño de Alfonso.

Las semanas pasaron y empecé a notar pequeños cambios. Paula empezó a pedirme ayuda con los deberes de historia; Sergio me preguntó cómo se hacía el arroz con leche. Por las noches, Lucía venía a mi cuarto y se sentaba en la cama.

—¿Te acuerdas cuando papá nos llevaba al Retiro los domingos? —me preguntó una noche.

Asentí y sentí un nudo en la garganta. Hablamos largo rato sobre su infancia, sobre los veranos en Benidorm, sobre las peleas tontas y las reconciliaciones rápidas. Por primera vez desde la muerte de Alfonso, sentí algo parecido a la paz.

Pero la calma duró poco. Un día recibí una llamada del banco: había un problema con la pensión de viudedad. Faltaban papeles, había errores en los datos. Me sentí inútil frente a la burocracia digital; Lucía tuvo que pedir permiso en el trabajo para acompañarme a la oficina de la Seguridad Social.

—Mamá, tienes que aprender a usar el móvil para estas cosas —me regañó mientras esperábamos nuestro turno.

—No es tan fácil como parece —respondí, sintiéndome como una niña torpe.

La tensión crecía. Ramón llegaba cada vez más tarde del trabajo; los niños discutían por tonterías; Lucía estaba siempre cansada. Una noche escuché sollozos ahogados en el baño. Me acerqué y encontré a Lucía sentada en el suelo, abrazando las rodillas.

—No puedo más, mamá —susurró—. Siento que todo se desmorona.

Me senté a su lado y le acaricié el pelo como cuando era pequeña.

—Yo tampoco puedo más —admití—. Pero estamos juntas en esto.

Nos abrazamos largo rato. Por primera vez desde que llegué, lloré sin miedo a ser vista.

Al día siguiente decidí salir sola al mercado. Caminé despacio por las calles de Móstoles, observando a las parejas mayores cogidas del brazo, a los niños jugando en los columpios. Compré pan y flores para Lucía. Al volver a casa sentí una extraña ligereza: quizá no podía recuperar mi vida anterior, pero podía construir algo nuevo con los pedazos que quedaban.

Esa noche preparé una cena especial: cocido madrileño como hacía mi abuela. Nos sentamos todos juntos; incluso Ramón sonrió al probarlo.

—Gracias por esto, mamá —dijo Lucía con los ojos brillantes.

No respondí. Sólo apreté su mano bajo la mesa.

Ahora escribo estas líneas desde mi pequeño rincón junto a la ventana. La casa sigue sin ser mía del todo, pero ya no me siento una extraña. He aprendido que el miedo a la cercanía es sólo otra forma de miedo al cambio, al dolor compartido. Pero también he descubierto que compartir ese dolor puede ser el primer paso para sanar.

¿Quién decide cuándo es momento de dejar atrás el pasado? ¿Es posible encontrar un nuevo hogar cuando el corazón aún vive entre recuerdos? ¿Vosotros también habéis sentido ese miedo a acercaros demasiado cuando más necesitáis compañía?