Devuélveme mi hogar, mamá – Historia de una confianza rota y la lucha por mi lugar

—Mamá, tienes que entenderlo, no es solo por mí, es por los niños. Aquí no cabemos ya —me dice Luis, con esa voz suya que mezcla urgencia y reproche, como si yo fuera una niña que no entiende nada.

Me quedo mirando la taza de café entre mis manos. El calor ya se ha ido, igual que la calma en mi pecho. Mi hijo, mi Luis, el mismo al que acuné tantas noches en este salón, ahora me mira como si yo fuera un obstáculo. ¿En qué momento se rompió todo?

—Luis, este piso es mi vida. Aquí viví con tu padre, aquí crecisteis tú y tu hermana. No puedo… —mi voz tiembla y me odio por ello. No quiero parecer débil.

Él suspira, se pasa la mano por el pelo. —Mamá, no te estoy echando. Solo quiero que lo pongas a mi nombre. Así podré pedir la hipoteca para comprar algo más grande. Tú seguirías aquí, claro. Pero necesitamos esa seguridad.

Seguridad. Qué palabra tan traicionera. ¿Y la mía? ¿Quién piensa en mi seguridad?

Recuerdo cuando Luis era pequeño y se caía en el parque de Olavide. Venía corriendo a mis brazos, buscando consuelo. Ahora soy yo la que necesita un abrazo, pero él solo ve papeles y escrituras.

Por las noches no duermo. Me levanto y recorro el pasillo a oscuras, tocando las paredes como si fueran viejas amigas. Aquí está la marca de lápiz donde medíamos a los niños cada cumpleaños. Allí la mancha de vino de la última Nochebuena con Antonio antes de que el cáncer se lo llevara.

Mi hija Marta me llama desde Valencia. —Mamá, ¿qué pasa? Te noto rara últimamente.

No quiero preocuparla, pero la voz se me quiebra. —Luis quiere que le pase el piso… Dice que lo necesita para su familia.

Marta guarda silencio unos segundos. —¿Y tú qué quieres?

No sé qué contestar. ¿Qué quiero yo? ¿Acaso importa?

El domingo viene Luis con Ana y los niños. Ana apenas me mira a los ojos. Los niños corren por el pasillo, gritan, se pelean por el mando de la tele. Luis me aparta a un lado en la cocina.

—Mamá, tenemos que hablar en serio. Ana está muy agobiada en nuestro piso. Los niños no tienen espacio para jugar. Si no nos ayudas ahora, no sé qué vamos a hacer.

Me siento culpable. Siempre he querido lo mejor para mis hijos. Pero también siento rabia: ¿por qué tengo que elegir entre mi tranquilidad y su felicidad?

Esa noche sueño con Antonio. Me sonríe desde la puerta del dormitorio.

—Carmen, no te dejes arrastrar —me dice—. Este es tu hogar.

Me despierto llorando.

Al día siguiente voy al banco a preguntar qué pasaría si cedo el piso a Luis pero sigo viviendo aquí. El director me mira con lástima.

—Señora Carmen, una vez que el piso esté a nombre de su hijo, legalmente él puede hacer lo que quiera con él.

Salgo del banco temblando. Me siento traicionada por la vida, por mis propios hijos, por mí misma.

Esa tarde Marta me llama otra vez.

—Mamá, no tienes por qué hacerlo si no quieres. Habla claro con Luis.

Pero cuando intento hablar con él, se enfada.

—¿No confías en mí? ¿De verdad piensas que te dejaría en la calle? ¡Soy tu hijo!

No sé qué contestar. No es cuestión de confianza, es miedo. Miedo a quedarme sola, miedo a perder lo único que me queda de Antonio y de mi vida pasada.

Los días pasan y la tensión crece. Ana apenas me habla cuando viene a casa. Los niños ya ni me dan un beso al llegar; están demasiado ocupados con sus móviles.

Un día encuentro a Luis revisando papeles en mi escritorio.

—¿Qué haces?

—Buscando las escrituras del piso —responde sin mirarme.

Siento cómo algo se rompe dentro de mí.

Esa noche llamo a Marta llorando.

—No puedo más —le digo—. Siento que ya no soy nadie en mi propia casa.

Marta viene a Madrid al día siguiente. Se sienta conmigo en el sofá y me abraza fuerte.

—Mamá, este piso es tuyo. Nadie puede obligarte a nada.

Luis llega esa tarde y encuentra a Marta conmigo.

—¿Qué pasa aquí? ¿Ahora te pones de parte de mamá?

Marta le mira fijamente.

—Luis, mamá tiene derecho a decidir sobre su vida y su casa. No puedes presionarla así.

Luis se enfada aún más y se va dando un portazo.

Esa noche ceno sola en la cocina y miro las fotos antiguas en la pared: Antonio sonriendo con los niños pequeños en brazos; yo soplando velas rodeada de familia; los veranos en Benidorm cuando todo era más sencillo.

Me doy cuenta de que he pasado toda la vida cuidando de los demás y ahora nadie cuida de mí.

Al día siguiente llamo a Luis y le digo que no voy a cederle el piso. Que le quiero mucho, pero necesito sentirme segura en mi propia casa.

Llora al otro lado del teléfono.

—Mamá, lo siento… No quería hacerte daño…

Le perdono porque es mi hijo, pero sé que algo se ha roto entre nosotros.

Ahora paso las tardes sentada junto a la ventana viendo pasar la vida en Chamberí. Marta me llama cada día y poco a poco vuelvo a respirar tranquila.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar una madre por sus hijos? ¿Dónde está el límite entre el amor y el sacrificio? ¿Alguna vez dejaré de sentirme culpable por elegir mi propio bienestar?