El Despertar de un Padre: Entre la Culpa y la Redención

—¡No te acerques! —gritó Elizabeth, apretando su osito de peluche contra el pecho, los ojos hinchados por el llanto y el miedo. Yo me quedé inmóvil en la puerta del cuarto, sintiendo cómo el peso de mi culpa me aplastaba el pecho. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, como si el cielo mismo llorara por nosotros.

Nunca imaginé que mi vida daría este giro. Hasta hace dos semanas, yo era Samuel, el hombre que trabajaba doble turno en la fábrica de autopartes en Monterrey, el que se refugiaba en el ruido de las máquinas para no escuchar el eco de su soledad. Había dejado atrás a mi hija Amy hacía años, convencido de que ella estaría mejor sin mí. Ahora, tras ese accidente absurdo en la carretera a Saltillo, me encontraba frente a una niña de tres años que no sabía quién era yo, pero sí sabía que no quería estar conmigo.

La primera noche fue un infierno. Elizabeth lloró hasta quedarse dormida, agotada y temblorosa. Yo me senté en la sala, mirando la foto de Amy que había rescatado entre los escombros del coche. Su sonrisa era idéntica a la de Elizabeth, aunque a mí me costaba recordarla así. ¿En qué momento me convertí en ese padre ausente? ¿Por qué nunca respondí sus mensajes? ¿Por qué preferí el silencio a enfrentar mis propios errores?

Mi hermana Lucía vino al día siguiente. —Tienes que hablarle —me dijo mientras preparaba café—. No puedes dejarla sola con su dolor.

—¿Y qué le digo? —pregunté, sintiéndome más pequeño que nunca.

—Dile la verdad. Dile que también tienes miedo.

Pero yo no sabía cómo hablarle a una niña que había perdido todo. Así pasaron los días: yo intentando acercarme, ella levantando muros cada vez más altos. Le preparaba hotcakes como los que le hacía su mamá, pero ella apenas los probaba. Le ponía caricaturas, pero se tapaba los oídos y se acurrucaba bajo la mesa.

Una tarde, mientras recogía sus juguetes del piso, encontré un dibujo arrugado: dos figuras de palitos, una grande y otra pequeña, tomadas de la mano bajo un sol amarillo. En la esquina, con letras torcidas, decía «Mamá y yo». Sentí un nudo en la garganta tan fuerte que tuve que sentarme. ¿Cómo podía competir con ese recuerdo? ¿Cómo podía llenar el vacío que yo mismo había ayudado a crear?

El barrio tampoco ayudaba. Las vecinas murmuraban cuando pasábamos por la tienda: «Pobre niña, quedó huérfana y ahora con ese hombre…». Yo agachaba la cabeza y apretaba la mano de Elizabeth, aunque ella siempre intentaba soltarse.

Una noche, después de otra pelea para que se bañara, exploté:

—¡Ya basta, Elizabeth! ¡No soy tu enemigo!

Ella me miró con esos ojos enormes y oscuros, llenos de lágrimas y rabia.

—¡Quiero a mi mamá! ¡Tú no eres nadie!

Me quedé helado. Tenía razón. No era nadie para ella. Ni siquiera había sido alguien para Amy cuando más me necesitó.

Esa noche no dormí. Me senté junto a su cama y le hablé en voz baja:

—Perdóname, hija… Sé que no soy lo que esperabas. Yo tampoco sé cómo hacer esto. Pero te prometo que no te voy a dejar sola.

No sé si me escuchó. Pero al amanecer, cuando desperté con dolor en la espalda y los ojos hinchados, encontré su manita sobre la mía.

Los días siguientes fueron una batalla lenta y dolorosa. Aprendí a peinarle el cabello con torpeza; aprendí a leerle cuentos aunque mi voz temblara; aprendí a escuchar sus silencios y sus berrinches sin perder la paciencia. A veces pensaba en rendirme, en buscar a alguien más capaz para criarla. Pero cada vez que veía su carita dormida, sentía una chispa de esperanza.

Un domingo fuimos al parque del barrio. Elizabeth se subió al columpio y por primera vez me pidió que la empujara. Sentí un nudo en el estómago mientras la veía reírse al volar por los aires. Por un momento creí que todo podía mejorar.

Pero las heridas del pasado no sanan tan fácil. Un día recibí una carta del DIF: estaban evaluando si yo era apto para cuidar a Elizabeth. El informe decía: «El señor Samuel muestra buena disposición pero carece de vínculos afectivos sólidos con la menor». Me sentí juzgado por todos mis errores acumulados.

Lucía intentó animarme:

—No te rindas ahora. Ella te necesita más de lo que crees.

Pero yo solo veía mis fracasos reflejados en cada mirada triste de Elizabeth.

El día de la evaluación final llegó. Una trabajadora social vino a casa y le preguntó a Elizabeth:

—¿Te sientes bien viviendo aquí con tu abuelo?

Elizabeth bajó la mirada y murmuró:

—Extraño a mi mamá.

La mujer anotó algo en su libreta y me miró con lástima.

Esa noche lloré como no lo hacía desde niño. Me di cuenta de que hay heridas que nunca cierran del todo; hay oportunidades que se pierden para siempre por miedo o por orgullo.

Pero también entendí algo: aunque nunca podré recuperar el tiempo perdido con Amy ni borrar mi ausencia, puedo intentar ser mejor para Elizabeth hoy.

Ahora cada día es un intento nuevo: algunos días logro hacerla reír; otros días solo compartimos silencios incómodos. Pero sigo aquí, luchando contra mis propios fantasmas y aprendiendo a ser padre cuando ya es casi demasiado tarde.

A veces me pregunto si algún día Elizabeth podrá perdonarme por todo lo que no fui para su mamá… ¿Ustedes creen que uno puede redimirse aunque ya haya perdido tantas oportunidades? ¿O hay errores que simplemente nos condenan para siempre?