El día que mi familia se rompió como mi coche
—¿Pero cómo has podido hacerme esto, mamá? —grité, con la voz quebrada y las manos temblando mientras sostenía las llaves del coche destrozado.
Mi madre me miró desde el otro lado de la mesa, con los labios apretados y los ojos húmedos de rabia. Mi hermano Sergio, sentado a su lado, no levantaba la vista del suelo. El silencio en la cocina era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Afuera llovía, como si el cielo quisiera acompañar el desastre que sentía dentro.
Todo empezó hace una semana. Yo, Lucía, había decidido dejarle mi coche a mi madre porque el suyo estaba en el taller y necesitaba moverse para cuidar de mi abuela en el pueblo. Pensé que era lo correcto; después de todo, siempre me enseñó a ser generosa. Pero nunca imaginé que ella, sin consultarme, le daría las llaves a Sergio para que fuera a ver a unos amigos en Alcalá.
—Solo iba a ser un momento —balbuceó Sergio cuando llegó la noticia del accidente—. No pensé que pasaría nada.
El coche estaba hecho un desastre: el capó doblado, el parachoques colgando y el faro derecho hecho añicos. El seguro no cubría los daños porque Sergio no estaba autorizado a conducirlo. Cuando vi el coche en la grúa, sentí que algo dentro de mí también se rompía.
—Te juro que te lo pagaré —me dijo Sergio esa noche, con la voz baja y la mirada esquiva.
Pero yo sabía que no tenía ni un euro ahorrado. Trabajaba a media jornada en una tienda de ropa y gastaba más de lo que ganaba. Mi madre, en vez de apoyarme, se puso de su parte.
—No le grites así a tu hermano —me reprochó—. Bastante tiene ya con lo que ha pasado.
—¿Y yo? ¿Quién piensa en mí? —respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
Desde entonces, la casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas. Mi madre apenas me hablaba, solo lo justo para preguntarme si iba a cenar o si necesitaba algo del supermercado. Sergio evitaba cruzarse conmigo. Yo me sentía sola y traicionada.
Intenté hablar con mi padre, pero él siempre ha sido de los que prefieren no meterse en líos. «Habladlo entre vosotras», me dijo encogiéndose de hombros mientras veía el fútbol.
Una tarde, mientras fregaba los platos, escuché a mi madre hablando por teléfono con su hermana:
—Lucía está insoportable desde lo del coche. No sé qué le pasa últimamente. Siempre tan orgullosa…
Me dolió más que cualquier grito. ¿Orgullosa yo? ¿Por querer que respeten mis cosas? ¿Por esperar un poco de apoyo?
Esa noche, decidí enfrentarla.
—Mamá, ¿de verdad crees que estoy exagerando? —le pregunté mientras ella doblaba ropa en el salón.
—No es para tanto, Lucía. Es solo un coche —respondió sin mirarme.
—No es solo un coche. Es mío. Me costó años ahorrar para comprarlo. Y tú se lo diste a Sergio sin preguntarme.
Por fin me miró, con los ojos llenos de lágrimas contenidas.
—Solo quería ayudarle… No pensé que pasaría esto.
—Pues ha pasado —dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Y ahora nadie se hace responsable.
Sergio entró en ese momento y nos miró a las dos, incómodo.
—Mamá tiene razón… Yo la convencí para que me dejara el coche. La culpa es mía —admitió por fin.
Pero sus palabras no arreglaban nada. El daño ya estaba hecho: al coche y a nuestra confianza.
Pasaron los días y la tensión no disminuía. Empecé a buscar presupuestos para arreglar el coche; todos superaban los mil euros. Cada vez que veía a Sergio salir con sus amigos o comprarse ropa nueva, sentía una punzada de rabia e impotencia.
Un domingo por la tarde, mientras mi madre preparaba una tortilla de patatas y yo pelaba cebollas en silencio, ella rompió a llorar de repente.
—No puedo más con esto… —sollozó—. Esta familia se está rompiendo por una tontería.
La abracé sin decir nada. En ese momento entendí que no era solo cuestión del coche; era todo lo que arrastrábamos desde hacía años: favoritismos, silencios, heridas sin cerrar.
Esa noche cenamos juntos por primera vez en semanas. Sergio prometió buscar un trabajo extra para ayudarme con la reparación. Mi madre me pidió perdón entre lágrimas y yo intenté perdonarles, aunque todavía me dolía.
Ahora miro el coche aparcado frente a casa, esperando su turno en el taller, y me pregunto si algún día podremos volver a confiar los unos en los otros como antes. ¿Vale más un coche o una familia? ¿O es precisamente en estos momentos cuando descubrimos cuánto nos necesitamos realmente?