El día que mi suegra decidió vivir para sí misma
—¿Pero tú te has vuelto loca, mamá? —La voz de Sergio retumbó en el salón, tan fuerte que sentí cómo el aire se volvía denso entre las paredes amarillas de nuestro piso en Vallecas.
Carmen, mi suegra, estaba sentada en el sofá, con las manos entrelazadas y la mirada fija en la alfombra. Yo, Lucía, su nuera, me debatía entre intervenir o dejar que madre e hijo resolvieran aquel asunto. Pero la tensión era tan palpable que no podía apartar la vista.
—No estoy loca, Sergio. Solo quiero vivir un poco para mí —respondió Carmen, con una serenidad que me sorprendió.
—¿Y qué pasa con nosotros? ¿Con la casa? ¿Con los niños? —Sergio alzó aún más la voz, como si así pudiera frenar el tiempo y evitar lo inevitable.
La realidad era que Carmen llevaba años viviendo con nosotros. Desde que mi suegro falleció, ella se había convertido en el pilar silencioso de nuestro hogar: cuidaba de los niños, cocinaba, limpiaba y hasta me ayudaba con mis turnos dobles en el hospital. Nunca se quejaba. Pero ahora, a sus 50 años, quería volver a enamorarse. Había conocido a un hombre en el centro cultural del barrio, un tal Antonio, viudo también y con ganas de compartir la vida.
—Mamá, ¿de verdad piensas dejarlo todo por un hombre? —insistió Sergio, con ese tono entre reproche y súplica que solo los hijos saben usar cuando sienten que pierden algo suyo.
Carmen levantó la cabeza y lo miró a los ojos. —No lo dejo todo. Solo quiero tener algo mío. ¿Es tan difícil de entender?
Me removí incómoda en la silla. Yo entendía a Carmen. Muchas veces había pensado en lo injusto que era depender tanto de ella. Pero también sentía miedo: ¿cómo íbamos a apañarnos sin su ayuda? ¿Quién recogería a los niños del colegio cuando yo estuviera de guardia? ¿Quién haría la compra o prepararía la cena?
—Mamá, no puedes hacer esto ahora. Los niños te necesitan. Nosotros te necesitamos —dijo Sergio, casi suplicando.
Carmen suspiró. —Sergio, los niños tienen a sus padres. Y vosotros sois adultos. Yo he dado todo por esta familia, pero también tengo derecho a ser feliz.
El silencio cayó como una losa. Yo miré a Sergio y vi en su rostro una mezcla de rabia e impotencia. Me acerqué a Carmen y le tomé la mano.
—Carmen, si esto es lo que quieres… yo te apoyo —dije en voz baja, aunque por dentro sentía vértigo.
Sergio me miró como si le hubiera traicionado. —¿Tú también? ¿No ves que esto es una locura?
—No es una locura querer vivir —respondí, intentando mantenerme firme.
Esa noche apenas dormimos. Sergio estuvo dando vueltas por la casa, murmurando cosas sobre el egoísmo y la ingratitud. Yo lloré en silencio, pensando en todo lo que cambiaría si Carmen se iba. Pero también recordé las veces que la vi mirando por la ventana, suspirando mientras veía pasar la vida desde el otro lado del cristal.
Al día siguiente, Carmen hizo las maletas. No llevaba mucho: un par de vestidos, fotos antiguas y un libro de poemas de Gloria Fuertes. Los niños lloraron al verla marchar. Sergio no quiso despedirse.
Durante semanas, la casa fue un caos. Llegábamos tarde a todo; los niños comían comida rápida; yo estaba agotada y Sergio más irritable que nunca. Una tarde, mientras recogía juguetes del suelo, escuché a Sergio hablando por teléfono con su madre:
—Mamá, tienes que volver. Esto no funciona sin ti…
Me acerqué sin hacer ruido y escuché cómo Carmen respondía con voz firme:
—Sergio, tenéis que aprender a vivir sin mí. Yo os quiero mucho, pero ahora me toca pensar en mí misma.
Sergio colgó furioso y lanzó el móvil sobre el sofá.
—¿Dónde vamos a encontrar otra como ella? ¿Quién va a cuidar de todo esto? —me gritó, desesperado.
Me senté a su lado y le tomé la mano.
—Quizá deberíamos aprender a cuidar nosotros mismos de nuestra familia —le dije suavemente.
Pasaron los meses y poco a poco fuimos adaptándonos. Aprendimos a repartir las tareas; los niños empezaron a colaborar; incluso Sergio empezó a cocinar (aunque su tortilla de patatas era un desastre). Carmen venía a vernos los domingos y traía siempre una sonrisa nueva y un brillo especial en los ojos.
Un día nos invitó a conocer a Antonio. Era un hombre amable, con manos grandes y risa contagiosa. Vi cómo Carmen lo miraba y entendí que había tomado la decisión correcta.
Ahora, cuando pienso en todo lo que pasó, me doy cuenta de lo injustos que fuimos con ella. Nos acostumbramos tanto a tenerla cerca que olvidamos que también tenía derecho a soñar.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como Carmen hay en España? ¿Cuántas madres y abuelas han renunciado a su vida por cuidar de los demás? ¿No merecen también ellas una segunda oportunidad?
¿Y vosotros qué pensáis? ¿Es egoísta buscar la felicidad después de los 50 o es simplemente justo?