El día que supe que mi hijo se casaba por boca ajena

—¿Ya supiste que Sebastián se casa el sábado? —me soltó doña Teresa, mi vecina, mientras barría la acera con ese aire de quien disfruta tener la primicia.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Mi hijo, mi Sebastián, mi único hijo… ¿casándose? ¿Y yo enterándome así, como si fuera una extraña? Apenas logré balbucear un “no sabía”, antes de despedirme con una sonrisa forzada y meterme a mi casa. Cerré la puerta y me desplomé en el sillón, el corazón apretado y los ojos llenos de lágrimas.

No era la primera vez que sentía esa distancia con Sebastián desde que empezó a salir con Camila. Pero nunca imaginé que llegaría a esto: enterarme por boca ajena de un momento tan importante. ¿En qué momento me convertí en una sombra en la vida de mi hijo?

Las horas pasaron lentas. El reloj marcaba las tres de la tarde cuando decidí que no podía quedarme así. Me lavé la cara, me puse el vestido azul que Sebastián siempre decía que me quedaba bonito y salí rumbo al departamento donde vivía con Camila. Cada paso era una mezcla de rabia, tristeza y miedo. ¿Qué iba a decirle? ¿Cómo iba a mirarla a los ojos?

Cuando llegué, Camila abrió la puerta. Su cara se transformó al verme: sorpresa primero, luego incomodidad.

—Hola, doña Marta —me dijo, usando ese tono cortés pero frío que siempre me ha molestado.

—¿Puedo pasar? —pregunté, sin rodeos.

Me hizo pasar al pequeño comedor. Había flores frescas y una caja de invitaciones sobre la mesa. Sentí un nudo en la garganta.

—¿Por qué no me dijeron nada? —solté, sin poder contenerme.

Camila bajó la mirada. —Sebastián pensó que… bueno, que usted no iba a estar de acuerdo. Que iba a hacerle difícil todo esto.

—¿Difícil? Soy su madre. ¿Cómo creen que me siento enterándome por la vecina? ¿Acaso no merezco saberlo por él?

—No es eso… —empezó Camila, pero yo ya no podía detener las lágrimas.

—Desde que llegó a su vida siento que lo estoy perdiendo —le confesé—. Antes hablábamos todos los días. Ahora pasan semanas sin que me llame. Y ahora esto…

Camila suspiró y se sentó frente a mí. —Doña Marta, yo sé que usted quiere mucho a Sebastián. Pero él también necesita su espacio. No quiere lastimarla, pero tampoco quiere sentirse culpable cada vez que toma una decisión.

Me quedé callada. ¿Era yo la culpable? ¿Había sido tan absorbente como para alejarlo?

—¿Y él? ¿Dónde está? —pregunté.

—Fue a ver unos papeles para la boda. Vuelve en una hora —dijo ella.

El silencio se hizo pesado. Miré las invitaciones sobre la mesa y sentí un dolor punzante en el pecho. Una parte de mí quería gritarle todo lo que sentía; otra solo quería abrazar a mi hijo y pedirle que no me dejara atrás.

—¿Puedo ver una invitación? —pregunté al fin.

Camila dudó un segundo y luego asintió. Tomé una y leí mi nombre escrito con letra elegante: “Marta González”. Al menos no me habían borrado del todo.

—¿Por qué no me lo dijeron ustedes? ¿Por qué dejarme fuera así? —insistí, la voz temblorosa.

Camila me miró directo a los ojos. —Sebastián tiene miedo de herirla. Dice que usted siempre espera algo más de él, y nunca siente que puede darle gusto.

Sentí rabia e impotencia. ¿Tanto daño le había hecho sin darme cuenta?

En ese momento, la puerta se abrió y Sebastián entró cargando una bolsa con documentos. Al verme, se quedó helado.

—Mamá…

No pude evitarlo: me levanté y lo abracé fuerte, como cuando era niño y venía corriendo después de caerse en el parque.

—¿Por qué no me lo dijiste tú? —le susurré entre sollozos.

Sebastián me abrazó con fuerza. —Perdón, mamá… Tenía miedo de cómo ibas a reaccionar. No quería pelear contigo otra vez.

—¿Pelear? ¿Por qué piensas eso?

Él suspiró y me miró con esos ojos grandes que siempre tuvo desde pequeño. —Porque siempre sientes que nadie es suficiente para mí. Porque cuando te hablé de Camila por primera vez, dijiste que era muy diferente a nosotros, que no entendía nuestras costumbres…

Recordé esa conversación: mi miedo a perderlo, mis prejuicios tontos sobre la familia de Camila, sobre su forma de ser tan directa, tan distinta a la mía.

—Tal vez tienes razón —admití—. Pero soy tu madre, Sebastián. No quiero perderte.

Él sonrió triste. —No me vas a perder, mamá. Pero necesito que confíes en mí… en nosotros.

Miré a Camila y vi en sus ojos el mismo miedo: el de no ser aceptada del todo en esta familia rota por silencios y orgullos.

Nos sentamos los tres alrededor de la mesa. Hablamos largo rato: de la boda sencilla en el salón comunal del barrio, del menú con tamales y arroz con pollo, de los invitados (la tía Lucía vendría desde Cali), de los sueños y los miedos.

Al final, Sebastián tomó mi mano. —Quiero que estés conmigo ese día, mamá. Que seas parte de esto.

Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo: alivio porque aún tenía un lugar en su vida; tristeza porque entendí cuánto daño puede hacer el orgullo y el miedo a hablar claro en familia.

Esa noche volví a casa con el corazón menos pesado pero llena de preguntas: ¿Cuántas veces dejamos que el silencio nos aleje de quienes más amamos? ¿Cuántas madres y padres en nuestro país viven este mismo dolor sin atreverse a buscar respuestas?