El eco de los silencios: una madre olvidada

—¿De verdad no podéis venir ni este domingo? —mi voz tembló al otro lado del teléfono, mientras miraba la mesa puesta para cuatro, aunque solo yo ocupaba una silla.

Silencio. Luego la voz de Lucía, mi hija mayor, con ese tono apresurado que ya conozco demasiado bien:

—Mamá, es que tenemos mucho lío. Los niños tienen fútbol y Javier está con un proyecto nuevo. ¿Por qué no quedamos otro día?

Otro día. Siempre otro día. Me quedé mirando la paella que humeaba en la cocina, el aroma llenando el piso vacío. Me pregunté cuándo fue la última vez que mis hijos se sentaron a mi mesa sin mirar el reloj o el móvil. Quizás fue antes de que muriera su padre, cuando aún éramos una familia y no esta suma de ausencias.

Me llamo Carmen y tengo 67 años. Vivo en un barrio de Madrid donde las aceras se llenan de abuelos paseando nietos que no son los míos. Mis hijos, Lucía y Marcos, viven a menos de media hora en coche, pero parece que están en otro continente. Desde que enviudé hace tres años, mi casa se ha ido llenando de silencios y de fotos antiguas que nadie mira.

A veces me pregunto si hice algo mal. Si los protegí demasiado, si les di tanto que ahora creen que siempre estaré aquí, esperando. Pero la espera duele. Duele más cuando veo a mis amigas en el parque, rodeadas de nietos, mientras yo finjo leer un libro para no parecer tan sola.

El domingo pasado fue el peor. Había preparado todo como cuando eran pequeños: su postre favorito, la vajilla buena, hasta la botella de vino que guardaba para ocasiones especiales. Pero nadie vino. Ni una llamada para avisar. Solo mensajes de WhatsApp con excusas y promesas vacías.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces, recorrí el pasillo oscuro y abrí la puerta del cuarto de Marcos, esperando ver su mochila tirada en el suelo como antes. Pero solo encontré polvo y recuerdos.

Al día siguiente, decidí escribirles un mensaje. No uno de esos mensajes dulces de madre resignada, sino algo más firme:

“Si este mes no venís a verme, dejaré de llamaros yo. No quiero ser una carga ni una obligación para nadie.”

Lo envié con el corazón encogido. No tardaron en responder.

Lucía me llamó al instante:
—Mamá, ¿qué es eso? ¿Por qué te pones así? Sabes que te queremos…

—¿De verdad lo sé? —le interrumpí—. Porque yo ya no lo siento.

Se hizo un silencio incómodo. Escuché a mis nietos gritar al fondo y a Lucía suspirar.

—No es tan fácil, mamá. Tenemos nuestras vidas…

—¿Y yo? ¿No tengo vida? ¿No merezco un poco de vuestro tiempo?

Colgó sin responderme. Marcos ni siquiera llamó; solo mandó un emoji triste y un “lo siento, mamá”.

Pasaron los días y nadie apareció. Empecé a dudar de mi decisión. ¿Había sido demasiado dura? ¿Quizás mis hijos estaban demasiado ocupados para entender mi soledad? Pero luego recordé todas las veces que pospusieron nuestras reuniones por cualquier motivo: un viaje, una reunión, una resaca… Siempre había algo más importante.

Una tarde, mientras regaba las plantas del balcón, mi vecina Pilar se asomó:
—¿Qué tal estás, Carmen? Hace días que no veo a tus hijos.

No supe qué responder. Me encogí de hombros y cambié de tema. Pero esa noche me sentí más sola que nunca.

Empecé a salir más: al centro cultural del barrio, a clases de pintura con otras mujeres jubiladas. Allí conocí a Rosario, que me contó su historia parecida a la mía:
—Al final aprendí a vivir para mí —me dijo—. Si vienen los hijos, bien; si no, también.

Sus palabras me hicieron pensar. ¿Era eso lo que debía hacer? ¿Dejar de esperar? Pero cada vez que sonaba el teléfono, mi corazón latía con la esperanza de escuchar sus voces.

Una semana después del ultimátum, Lucía apareció en casa sin avisar. Llevaba cara de cansancio y los ojos rojos.

—Mamá… —se sentó frente a mí—. No sabía que estabas tan mal.

—No estoy mal —le respondí—. Estoy sola. Que es distinto.

Nos miramos largo rato sin decir nada. Luego ella rompió a llorar y me abrazó como cuando era niña.

—Perdóname —susurró—. No sabía cómo decírtelo… A veces siento que no puedo con todo: los niños, el trabajo… Y tú siempre has sido tan fuerte…

Le acaricié el pelo como hacía cuando tenía fiebre.

—No soy tan fuerte como crees —le dije—. También necesito sentirme querida.

Esa tarde hablamos mucho. De su padre, de cuando eran pequeños, de cómo la vida nos va separando sin darnos cuenta. Me prometió venir más a menudo y traer a Marcos para hablar los tres juntos.

No sé si todo cambiará de la noche a la mañana. Quizás sigan estando ocupados y yo siga sintiendo ese vacío algunos días. Pero al menos ahora saben cómo me siento.

A veces pienso en todas las madres y padres que esperan una llamada o una visita que nunca llega. ¿Es justo exigirles tiempo a nuestros hijos? ¿O debemos aprender a vivir sin esperar nada?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿He sido demasiado dura o simplemente he pedido lo mínimo: no ser invisible para quienes más quiero?