El Frigorífico Partido: Cuando el Dinero Rompe Más que el Pan
—¿Otra vez has comprado yogures de marca? —me espetó Lucía, cerrando la puerta del frigorífico con un golpe seco que hizo temblar hasta los imanes de la nevera.
Me quedé helado, cuchara en mano, a medio camino entre la encimera y la mesa. El eco de su voz rebotó en las paredes de nuestra pequeña cocina de Vallecas, donde cada euro contaba y cada céntimo era motivo de discusión desde que me despidieron del taller hace seis meses.
—Eran los únicos que quedaban en oferta —intenté justificarme, pero su mirada me atravesó como un cuchillo.
—Siempre tienes una excusa, Pablo. ¿Sabes cuántas veces te he dicho que hay que ahorrar? ¿Que no podemos permitirnos caprichos?
El silencio se hizo espeso. Podía oír el tic-tac del reloj, el runrún del frigorífico, y mi propio corazón acelerado. No era la primera vez que discutíamos por dinero, pero esa noche sentí que algo se rompía.
Lucía y yo llevábamos juntos ocho años. Nos conocimos en la universidad, compartimos sueños y noches de cañas por Malasaña. Pero la crisis, los sueldos precarios y mi paro habían convertido nuestro piso en un campo de batalla. Cada factura era una bomba de relojería.
Aquella noche, después de cenar en silencio, Lucía apareció con una cinta adhesiva roja y una regla.
—A partir de ahora, cada uno tendrá su parte del frigorífico. Así no habrá más discusiones —dijo, mientras trazaba una línea perfecta entre los estantes.
Me reí, pensando que era una broma. Pero ella no sonrió. Guardó sus yogures, su leche desnatada y hasta sus tomates cherry en su lado. Yo coloqué mis cosas en el mío: embutido barato, pan de molde y cerveza de marca blanca.
La situación era tan absurda que al principio hasta tenía gracia. Nos mandábamos mensajes por WhatsApp para pedir permiso si necesitábamos coger algo del otro lado:
—¿Puedo coger un poco de tu mantequilla?
—Solo si me dejas un poco de tu jamón.
Pero pronto la broma se volvió amarga. Empezamos a cocinar por separado, a hacer la compra cada uno por su cuenta. Las cenas juntos desaparecieron. El salón se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas.
Una tarde, mi hermana Carmen vino a casa. Al abrir el frigorífico, soltó una carcajada:
—¿Pero qué es esto? ¿Habéis partido la nevera como si fuera Berlín?
No supe qué contestar. Lucía se encogió de hombros y se fue al dormitorio.
Carmen me miró con pena.
—Pablo, esto no va del dinero. Vais a acabar mal si seguís así.
No quería admitirlo, pero tenía razón. El frigorífico partido era solo el síntoma de algo más profundo: el resentimiento, la frustración, la sensación de fracaso que me carcomía desde que perdí el trabajo.
Una noche, mientras cenaba solo un bocadillo frío, escuché a Lucía llorar en el baño. Dudé unos segundos antes de acercarme a la puerta.
—¿Estás bien?
No contestó. Me senté en el suelo, apoyando la espalda contra la pared.
—Lucía… No podemos seguir así. Esto nos está matando.
La puerta se abrió despacio. Sus ojos estaban hinchados y rojos.
—No sé qué hacer, Pablo. Me siento sola… Y tú también lo estás. Pero no sé cómo arreglarlo.
Nos abrazamos en silencio. Por primera vez en meses sentí que aún quedaba algo entre nosotros.
Al día siguiente, decidimos quitar la cinta roja del frigorífico. Hicimos la compra juntos: arroz, pollo, verduras… Y yogures de marca blanca para los dos.
Pero las heridas seguían ahí. Empezamos terapia de pareja en el centro de salud del barrio. No fue fácil: salieron reproches antiguos, miedos y culpas que ni siquiera sabíamos que teníamos.
Un día, en medio de una sesión especialmente dura, Lucía soltó:
—No es solo el dinero. Es que siento que ya no luchamos juntos… Que cada uno va por su lado.
Me dolió escucharlo, pero tenía razón. Habíamos dejado de ser un equipo.
Poco a poco fuimos reconstruyendo nuestra relación: aprendimos a hablar sin gritar, a pedir ayuda cuando lo necesitábamos, a celebrar las pequeñas victorias (como cuando encontré un trabajo temporal en una ferretería del barrio).
El frigorífico volvió a ser nuestro: compartido, desordenado y lleno de imanes con fotos antiguas y listas de la compra escritas a mano.
A veces pienso en aquella línea roja y me pregunto cómo pudimos llegar tan lejos por culpa del dinero… o quizá por miedo a mirarnos a los ojos y admitir que estábamos perdidos.
¿De verdad merece la pena dejar que los problemas cotidianos nos separen así? ¿Cuántas parejas más estarán ahora mismo dividiendo su vida —y su frigorífico— sin atreverse a hablar de lo que realmente duele?