El grito ahogado de una madre: La historia de Bárbara y Tomás
—Tomás, ¿sos vos?—. Mi voz tembló en el aire caliente del centro de Tegucigalpa, entre el bullicio de los vendedores y el rugido de los buses. Él se detuvo, apenas un segundo, y me miró como si yo fuera una sombra más entre la multitud. —Disculpe, señora, creo que me confunde—, dijo con una frialdad que me partió el alma.
No sé cómo logré no caerme ahí mismo. Sentí que el corazón se me deshacía en el pecho, como cuando uno ve caer la última taza buena de la casa y sabe que no hay dinero para otra. Tomás, mi único hijo, mi razón de vivir, me negaba en plena calle. ¿Cómo llegamos a esto?
Recuerdo cuando era pequeño y dormía abrazado a mi brazo porque decía que así los monstruos no podían llevárselo. Yo trabajaba en casas ajenas, limpiando pisos y lavando ropa para que él pudiera ir a la escuela con uniforme limpio y cuadernos nuevos. Su papá nos dejó cuando Tomás tenía cinco años; desde entonces, todo fue cuesta arriba. Pero nunca me quejé. ¿Para qué? En Honduras, las mujeres como yo aprendemos a tragarnos las lágrimas y seguir adelante.
Tomás era un niño inteligente, pero también rebelde. A los quince empezó a juntarse con muchachos del barrio que no me gustaban. Yo le rogaba: —Mirá, hijo, no te metás en líos. Yo hago lo que puedo, pero si te pasa algo…—. Él solo me miraba con esos ojos grandes y oscuros y me decía: —No te preocupés, má. Yo sé lo que hago—.
Pero no sabía. Una noche la policía vino a buscarlo. Lo acusaron de andar con malas compañías y lo llevaron detenido. Yo vendí mi anillo de bodas para pagarle un abogado. Cuando salió, ya no era el mismo. Se fue de la casa sin despedirse y durante años solo supe de él por chismes del barrio: que andaba en San Pedro Sula, que tenía novia, que trabajaba en un taller.
Yo seguí esperando su llamada. Cada cumpleaños le guardaba un pedazo de pastel y cada Navidad ponía su nombre en la mesa aunque nadie más lo mencionara. Mi hermana Lucía me decía: —Dejá de hacerte daño, Bárbara. Ese muchacho ya no es tu hijo—. Pero ¿cómo dejar de amar a quien uno parió?
Hace dos semanas me enfermé. El médico dijo que era el corazón y que debía guardar reposo. No tenía quién me cuidara; Lucía tiene sus propios problemas y mis vecinas apenas pueden con lo suyo. Me sentí tan sola… Por eso salí ese día al centro, buscando a alguien que me ayudara a cargar las bolsas del mercado. Y ahí lo vi: Tomás, más alto, más flaco, con una camisa planchada y zapatos limpios. Por un momento creí que todo iba a estar bien.
Pero su mirada fue como un balde de agua fría. Me negó sin titubear. Sentí rabia, tristeza y vergüenza al mismo tiempo. ¿Qué hice mal? ¿En qué momento perdí a mi hijo?
Esa noche lloré hasta quedarme dormida en la hamaca. Soñé con él de niño, corriendo por el patio con los pies descalzos y la risa fácil. Al despertar, la realidad me golpeó otra vez: estaba sola.
Pasaron los días y la noticia corrió por el barrio: —¿Supiste lo que le hizo Tomás a su mamá?— murmuraban las vecinas en la tienda de doña Marta. Me dolía más el chisme que la enfermedad. No quería salir ni al portón.
Una tarde llegó Lucía con una bolsa de pan dulce y café. Se sentó conmigo en el corredor y me abrazó fuerte.
—No es tu culpa, Bárbara—me dijo—. Hay hijos ingratos en todas partes.
—Pero yo di todo por él… ¿Por qué me odia tanto?
—No te odia. Solo tiene miedo o vergüenza… o tal vez no sabe cómo volver.
Me quedé pensando en eso mucho tiempo. ¿Será que Tomás siente vergüenza de mí? ¿De mi pobreza? ¿De mis manos ásperas y mi ropa gastada? ¿O será que la vida le enseñó a endurecerse tanto que ya no puede reconocer el amor?
Unos días después recibí una llamada anónima al celular viejo que apenas funciona:
—Mamá…
Era su voz, quebrada, casi irreconocible.
—Tomás…
—Perdóneme… No pude… No supe qué decirle…
Lloré en silencio mientras él hablaba.
—Yo también te extraño, hijo—susurré—. Aquí estoy… siempre voy a estar.
Colgó sin decir adiós. No sé si volverá a buscarme algún día o si solo fue un impulso de culpa pasajero. Pero esa llamada me dio un poco de paz.
Hoy sigo sola en mi casa humilde, esperando tal vez en vano. Pero aprendí algo: el amor de madre es tan grande que sobrevive incluso al rechazo más cruel.
¿Será posible sanar un corazón roto por un hijo? ¿Cuántas madres en nuestro país viven este mismo dolor en silencio? Los leo…