El precio de un clic: la tarde en que perdí el control

—¿Papá, puedo jugar un rato con la tablet? —La voz de Lucía, mi hija de ocho años, sonaba inocente, como cada tarde después de hacer los deberes. Yo estaba en la cocina, repasando facturas y pensando en cómo llegar a fin de mes. Le respondí sin mirar, confiando en esa rutina que nos daba un respiro a ambos.

No fue hasta dos días después, cuando el banco me llamó, que el mundo se me vino abajo. “Señor García, ¿ha autorizado usted una serie de cargos por valor de 1.200 euros a una empresa de videojuegos?” Sentí un sudor frío recorrerme la espalda. “No, no puede ser”, balbuceé, mientras mi mente repasaba cada gasto reciente. El agente fue claro: “Son compras digitales, todas desde su cuenta principal”.

Corrí al salón. Lucía estaba sentada en el sofá, absorta en la pantalla. Me arrodillé a su lado y le quité la tablet con más brusquedad de la que hubiera querido.

—¡Papá! ¿Qué haces?
—Lucía, ¿has comprado algo en los juegos?
—Solo quería más gemas para mi unicornio… —susurró, bajando la mirada.

En ese momento sentí una mezcla de rabia, culpa y miedo. ¿Cómo había pasado esto? ¿Cómo no me había dado cuenta? Me senté a su lado y respiré hondo.

—¿Sabes lo que significa gastar dinero real en estos juegos?
Ella negó con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas.

Esa noche no pude dormir. Mi mujer, Carmen, intentaba calmarme.

—No es culpa suya, ni tuya. Estas cosas pasan…
—¡Pero son 1.200 euros! ¿Cómo vamos a recuperarlos? ¿Y si no nos los devuelven?

Al día siguiente llamé al banco y a la empresa de videojuegos. Me pasaron de un operador a otro, cada uno menos comprensivo que el anterior. “Las compras han sido autorizadas desde su dispositivo”, repetían como un mantra. Sentí una impotencia brutal. En casa, el ambiente era tenso. Lucía apenas hablaba y Carmen me miraba con reproche cada vez que suspiraba frente al ordenador.

Una tarde, mientras revisaba foros buscando soluciones, leí historias parecidas: padres desbordados por compras digitales de sus hijos. Algunos recuperaban el dinero tras semanas de lucha; otros no tenían tanta suerte. Me sentí menos solo, pero igual de frustrado.

Decidí hablar con Lucía de verdad. Nos sentamos en su habitación, rodeados de peluches y dibujos.

—Lucía, cariño… ¿Por qué compraste tantas cosas en el juego?
Ella se encogió de hombros.
—Todos mis amigos tienen unicornios dorados y castillos enormes. Yo solo quería jugar como ellos…

Me dolió escucharla. Recordé mi propia infancia en Madrid, cuando deseaba tener las zapatillas de moda o el balón más caro del barrio. Pero ahora era diferente: un clic podía vaciar una cuenta bancaria.

—¿Sabes cuánto cuesta lo que compraste? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Es como si hubieras gastado todo el dinero que tenemos para comprar comida este mes.
Sus ojos se abrieron como platos.
—¿De verdad?
Asentí.
—Por eso tenemos que ser muy cuidadosos con lo que hacemos online.

Esa noche cenamos en silencio. Carmen y yo discutimos después en voz baja.

—No podemos dejarle la tablet sin supervisión —dijo ella.
—Tampoco podemos vivir con miedo a cada paso que da…

Decidimos establecer nuevas reglas: contraseñas para las compras, tiempo limitado con los dispositivos y charlas semanales sobre internet. Pero algo se había roto: la confianza ciega en que todo iría bien solo porque sí.

Las semanas siguientes fueron un aprendizaje para todos. Lucía empezó a preguntar antes de hacer cualquier cosa online. Yo aprendí a revisar los ajustes de seguridad y a hablar abiertamente sobre dinero y tecnología. Carmen buscó talleres sobre educación digital en el colegio.

A los dos meses recibimos una noticia inesperada: la empresa de videojuegos nos devolvía parte del dinero “como gesto excepcional”. No recuperamos todo, pero sí lo suficiente para respirar tranquilos.

Esa noche abracé a Lucía más fuerte que nunca.

—Papá… ¿ya no estás enfadado?
—No, cariño. Solo quiero que aprendas de esto igual que yo he aprendido.

Ahora miro atrás y me doy cuenta de lo frágil que es el equilibrio entre confianza y control en la familia. ¿Cuántos padres estarán pasando por lo mismo sin saberlo? ¿Hasta qué punto estamos preparados para educar a nuestros hijos en un mundo digital tan complejo?

¿Y vosotros? ¿Os ha pasado algo parecido? ¿Dónde está el límite entre proteger y dejar crecer a nuestros hijos?