El precio de una boda sencilla: cuando la familia pesa más que el amor

—¿Pero cómo que solo vais a invitar a veinte personas? —La voz de Carmen, mi suegra, retumbó en el salón como una campana desafinada. Yo tenía las manos heladas y el corazón encogido. Luis me miró de reojo, buscando apoyo, pero yo apenas podía sostenerle la mirada.

—Mamá, ya lo hemos hablado. No tenemos dinero para una boda grande. Preferimos invertir en arreglar el piso de la abuela —dijo Luis, con esa paciencia que solo él tiene.

Carmen resopló, se levantó del sofá y empezó a pasear por el salón como un toro en la plaza. —¿Y qué van a decir las primas? ¿Y tus hermanas? ¿Y yo? ¿No pensáis en la familia? ¡Esto no es una boda, es una vergüenza!

Me mordí el labio. Yo no quería problemas. Mi madre siempre me decía: “Marina, en la vida hay que saber ceder”. Pero ¿hasta dónde? ¿Hasta dejar de ser yo misma?

Luis y yo llevábamos juntos cinco años. Nos conocimos en la universidad de Salamanca. Él venía de una familia tradicional de Valladolid; yo, de un pequeño pueblo de Ávila. Cuando su abuela murió y nos dejó su piso antiguo en el centro, pensamos que era nuestra oportunidad para empezar juntos. Pero el piso necesitaba una reforma urgente: tuberías viejas, ventanas que no cerraban bien, paredes desconchadas…

Por eso decidimos hacer una boda sencilla: solo los más cercanos, un almuerzo en el restaurante del barrio y listo. Pero Carmen tenía otros planes.

—Mis hijas tienen que estar —insistió—. Y sus maridos. Y los niños. ¡Son familia!

Luis suspiró. —Mamá, entiéndelo…

—¡No! —interrumpió ella—. Si no vienen tus hermanas, yo tampoco voy.

Sentí un nudo en el estómago. Las hermanas de Luis nunca me aceptaron del todo. Clara siempre me miraba por encima del hombro; Lucía apenas me dirigía la palabra. En Navidad, cuando fui a su casa por primera vez, Clara me preguntó delante de todos si pensaba trabajar “de verdad” o seguir con mis “cositas de escribir”. Me sentí pequeña, invisible.

Esa noche, después de la discusión, Luis y yo nos sentamos en la cocina con una copa de vino barato.

—¿Y si lo dejamos estar? —me preguntó él—. Nos casamos por lo civil y ya está.

Le cogí la mano. —No quiero empezar nuestra vida juntos con mentiras o escondiéndonos. Pero tampoco quiero hipotecar nuestro futuro por una fiesta para gente que ni siquiera nos conoce bien.

Luis asintió en silencio. Sabía que estaba tan cansado como yo.

Los días siguientes fueron un infierno. Carmen llamaba cada mañana con nuevas exigencias: que si había que invitar también a los tíos de Segovia, que si el menú tenía que ser de tres platos y no un simple cocido… Un día incluso apareció en casa con un catálogo de vestidos para mí: todos blancos, pomposos y carísimos.

—Mamá, Marina quiere algo sencillo —intentó explicar Luis.

—¡Eso no es una boda! —gritó Carmen—. ¡Una boda es para lucirse! ¿Qué van a decir las vecinas?

Empecé a soñar con Carmen persiguiéndome por pasillos interminables llenos de mesas puestas y flores marchitas. Me despertaba sudando y con ganas de llorar.

Mi madre intentaba tranquilizarme por teléfono:

—Hija, haz lo que te haga feliz. Pero recuerda: cuando te casas con alguien, te casas también con su familia.

No sabía si reír o llorar.

Una tarde, mientras pintábamos juntos las paredes del futuro salón —con las manos manchadas y la ropa vieja— Luis se detuvo y me miró serio:

—¿Y si vendemos el piso y nos vamos lejos? A Barcelona, a Sevilla… Empezar de cero.

Me reí nerviosa. —¿Y dejar todo esto atrás?

—¿Qué es “esto”, Marina? ¿Una casa vieja y una familia que no nos deja vivir?

Me quedé callada. No era solo el piso; era nuestra historia, nuestros sueños… Pero también era cierto que cada día sentía más peso sobre los hombros.

La gota que colmó el vaso llegó dos semanas antes de la boda. Carmen organizó una comida familiar “para hablar del gran día”. Cuando llegamos al restaurante, ya estaban allí Clara y Lucía con sus maridos y niños gritando por todas partes.

Nada más sentarnos, Clara empezó:

—Bueno, mamá dice que al final sí vamos todos, ¿no? Porque si no, vaya plan…

Lucía añadió: —Y espero que haya menú infantil. Mis hijos no comen pescado.

Luis intentó mediar: —Chicas, ya sabéis que el presupuesto es ajustado…

Clara le cortó: —Pues pedimos a mamá que ponga algo más. Total, para eso estamos en familia.

Carmen asintió orgullosa. —Por supuesto. Yo pago lo que haga falta.

Sentí cómo me ardían las mejillas. Miré a Luis buscando ayuda, pero él parecía derrotado.

Esa noche discutimos como nunca antes:

—¡No puedo más! —grité entre lágrimas—. ¡Esta no es mi boda! ¡Es la tuya y la de tu madre!

Luis me abrazó fuerte mientras yo sollozaba.

—Lo siento… No sé cómo parar esto…

Al día siguiente llamé a mi madre:

—Mamá, creo que no puedo casarme así…

Ella guardó silencio unos segundos antes de responder:

—Marina, tienes derecho a ser feliz. Haz lo que sientas correcto.

Esa noche tomé una decisión. Me senté frente a Luis y le dije:

—O hacemos la boda como queremos nosotros o no hay boda.

Luis me miró largo rato antes de asentir.

Al día siguiente llamamos a Carmen y le dijimos nuestra decisión: boda íntima o nada. Hubo gritos, reproches y amenazas de no venir… Pero nos mantuvimos firmes.

El día de la boda éramos solo quince personas en el pequeño restaurante del barrio. No hubo vestidos caros ni menús extravagantes; solo risas sinceras y abrazos verdaderos.

Carmen no vino. Clara y Lucía tampoco. Pero por primera vez en meses sentí paz.

Ahora escribo esto desde nuestro piso recién pintado, con las ventanas nuevas abiertas al sol de primavera y el olor a café llenando la casa.

A veces me pregunto: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar por complacer a los demás? ¿Vale la pena renunciar a uno mismo para encajar en una familia ajena?