El precio invisible del sacrificio: La historia de Mariana y Camila
—¿Por qué no te apuras, Camila? ¡Vas a llegar tarde otra vez! —grité desde la cocina, mientras el olor a café recién hecho se mezclaba con el de los huevos revueltos. Mi hija apareció en el umbral, con el uniforme arrugado y el cabello recogido a medias.
—Mamá, ¿puedes dejar de gritar? Ya no soy una niña —me respondió, sin mirarme, mientras revisaba su celular.
Sentí una punzada en el pecho. ¿En qué momento mi niña se volvió tan distante? Recordé cuando Camila empezó primer grado, hace ya siete años. Yo era supervisora en una fábrica textil en Puebla. Trabajaba turnos dobles y apenas la veía despierta. Una tarde, después de una junta escolar donde la maestra me dijo que Camila estaba retraída y distraída, tomé una decisión que creí era la mejor: renuncié para dedicarme a ella.
Al principio fue hermoso. La llevaba al parque, le ayudaba con las tareas, la inscribí en clases de ballet y natación. Me sentía útil, presente, necesaria. Pero los años pasaron y Camila creció. Ahora, en segundo de secundaria, apenas me dirige la palabra. Su mundo son sus amigas, su celular y los videos de moda en TikTok.
Mientras ella desayunaba en silencio, yo hojeaba el periódico buscando ofertas de empleo. Mi esposo, Javier, siempre fue buen proveedor, pero últimamente las cosas están difíciles. La inflación nos ahoga y su trabajo como chofer de Uber ya no rinde como antes.
—¿Otra vez buscando trabajo? —preguntó Camila con desdén.
—Sí, hija. Quiero ayudar con los gastos —le respondí, tratando de sonar segura.
—¿Y quién te va a contratar a tu edad? —dijo sin levantar la vista del celular.
Sentí que me tragaba la tierra. ¿Eso pensaba mi propia hija de mí? ¿Eso pensaba yo misma?
Después que Camila se fue, me senté frente a la computadora. Llené solicitudes para tiendas, oficinas y hasta para limpiar casas. Nadie respondía. En las entrevistas me miraban con lástima cuando explicaba mi ausencia laboral de siete años. “¿Y qué experiencia tiene con computadoras?”, “¿Sabe inglés?”, “¿Puede trabajar bajo presión?” Las respuestas eran siempre las mismas: “Le llamamos después.”
Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a Javier discutir por teléfono. “No puedo seguir pagando tanto por la escuela privada”, decía. Me sentí culpable. Si yo trabajara, podríamos mantenerla ahí. Pero no podía ni conseguir empleo de medio tiempo.
Esa noche discutimos.
—Mariana, tienes que buscar algo más rápido. No podemos seguir así —me dijo Javier, cansado.
—¿Crees que no lo intento? ¡Nadie quiere contratar a una mujer de cuarenta y tres años sin experiencia reciente! —le grité entre lágrimas.
Camila escuchó desde su cuarto y cerró la puerta con fuerza.
Los días se volvieron grises. Empecé a sentirme invisible. Ya no era la mamá indispensable ni la esposa admirada. Era solo una sombra en mi propia casa.
Un sábado por la tarde, Camila llegó llorando. Había reprobado matemáticas y temía perder su beca.
—Mamá… ¿me ayudas? —me pidió con voz temblorosa.
Me senté a su lado y repasamos juntas los ejercicios. Por primera vez en meses, sentí que aún podía ser útil. Pero al terminar, Camila volvió a encerrarse en su mundo digital.
Esa noche no pude dormir. Pensé en mi madre, que siempre trabajó vendiendo tamales en el mercado para sacarnos adelante sola. Ella nunca tuvo opción de quedarse en casa. Yo sí la tuve y ahora me sentía perdida.
Un domingo fui a misa con mi hermana Lucía. Al salir, le conté mi angustia.
—No eres menos por haber cuidado a tu hija —me dijo—. Pero tampoco eres solo madre o esposa. Eres Mariana.
Sus palabras me hicieron llorar. ¿Quién era yo fuera de esos roles?
Decidí buscar ayuda en un grupo de mujeres del barrio que hacían manualidades para vender en ferias locales. Aprendí a bordar servilletas y hacer pulseras tejidas. Al principio vendía poco, pero poco a poco las vecinas empezaron a encargarme más cosas.
Un día Camila llegó con una amiga y vio mis trabajos sobre la mesa.
—¿Tú hiciste esto? —preguntó sorprendida.
—Sí —le respondí con una sonrisa tímida.
—Están padres… ¿Me enseñas?
Por primera vez en mucho tiempo compartimos una tarde juntas, riendo y creando algo con nuestras manos.
No era el trabajo estable que soñaba ni el sueldo que necesitábamos, pero sentí un pequeño orgullo volver a ser productiva y creativa.
A veces todavía me invade la culpa: ¿Habría sido mejor seguir trabajando fuera de casa? ¿Mi sacrificio realmente valió la pena? Pero cuando veo a Camila sonreír o pedir mi ayuda, aunque sea por un instante, siento que tal vez no todo está perdido.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo han sentido que su vida se detuvo por cuidar a otros? ¿Será posible reconstruirse después de tantos años? ¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena el sacrificio o hay otra forma de ser madres sin perdernos en el intento?