El Regalo Que Nunca Se Gastó: La Historia de mi Primer Sueldo
—¿Por qué guardaste esto, mamá? —pregunté con la voz quebrada, sosteniendo el sobre amarillento que encontré entre sus cosas, años después de su muerte.
Era un domingo caluroso en Monterrey, 1958. El ventilador apenas movía el aire espeso de la sala. Yo tenía diecisiete años y acababa de salir del taller mecánico donde trabajaba después de la prepa. Mi uniforme olía a grasa y sudor, pero mis ojos brillaban de orgullo. En la mano llevaba mi primer sueldo: 120 pesos, arrugados y tibios por el calor de mi palma.
Mi mamá, Doña Rosa, estaba sentada en la mesa, remendando una camisa vieja de mi hermano menor. Sus manos eran pequeñas pero firmes, curtidas por años de lavar ropa ajena y limpiar casas en el barrio. Me acerqué y le extendí el sobre.
—Mamá, esto es para usted. Para que no tenga que preocuparse esta semana.
Ella me miró largo rato, como si no entendiera lo que veía. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró. Solo asintió y guardó el sobre en su delantal.
—Gracias, hijo. Dios te bendiga —susurró, y siguió cosiendo.
Nunca supe qué hizo con ese dinero. La vida siguió: mi hermano se metió en problemas con la policía, mi papá nunca volvió después de irse con otra mujer, y yo trabajé cada vez más horas para ayudar en la casa. Mi mamá nunca se quejó. Solo trabajaba y rezaba en silencio.
Pasaron los años. Me casé con Lucía, tuvimos dos hijos y me mudé a Ciudad de México buscando mejores oportunidades. Mi mamá se quedó en Monterrey, sola pero orgullosa de sus hijos. Hablábamos poco; las llamadas eran caras y las cartas tardaban semanas en llegar.
En 2020, cuando la pandemia nos obligó a todos a mirar hacia adentro, recibí la noticia de que mi mamá había muerto. No pude viajar por las restricciones. Mi hermana menor, Mariana, fue quien recogió sus cosas y me mandó una caja con algunos recuerdos: fotos viejas, una medalla de San Judas Tadeo y un sobre amarillento con mi nombre escrito con su letra temblorosa.
Lo abrí sin pensar mucho. Dentro estaba mi primer sueldo, intacto: los mismos billetes arrugados que le di hace 62 años. Sentí un nudo en la garganta.
—¿Por qué no lo usaste, mamá? —le pregunté al aire.
Esa noche no pude dormir. Recordé todas las veces que vi a mi mamá contando monedas para comprar tortillas o pidiendo fiado en la tienda de Don Chuy. Recordé cómo se negaba a comprarse zapatos nuevos o a ir al médico porque “no había dinero”. Y ahí estaba mi regalo, guardado como un tesoro inútil.
Al día siguiente llamé a Mariana.
—¿Tú sabías que mamá guardó mi primer sueldo?
—Sí —me dijo—. Lo tenía en su cajón junto con las fotos de papá y la carta que le escribiste cuando te fuiste a la capital. Decía que era su orgullo, que ese dinero era la prueba de que había hecho bien las cosas contigo.
Me quedé callado. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿De qué sirvió tanto sacrificio si nunca se permitió disfrutar ni siquiera un poco?
Esa semana fui al mercado y vi a una señora mayor vendiendo flores bajo el sol. Me acerqué y le compré un ramo con uno de esos billetes viejos. Ella me sonrió agradecida, sin saber que ese dinero llevaba más de medio siglo esperando ser usado.
Esa noche, sentado en la sala con mis hijos, les conté la historia del sobre y de su abuela Rosa.
—¿Por qué crees que nunca lo gastó? —preguntó mi hija Valeria.
—Tal vez porque para ella valía más como recuerdo que como dinero —le respondí—. O tal vez porque nunca dejó de pensar primero en nosotros antes que en ella misma.
Mi hijo menor, Emiliano, me miró serio:
—¿Y tú? ¿Guardas algo así?
Me quedé pensando. En mi cartera llevo una foto vieja de mi mamá y una estampita de San Judas Tadeo. No es dinero, pero es lo único que me queda de ella.
Esa noche lloré por primera vez en años. No por el dinero perdido o por los sacrificios no reconocidos, sino por todo lo que nunca le dije a mi mamá: gracias, perdón, te quiero.
Ahora miro ese sobre cada mañana antes de salir a trabajar y me pregunto: ¿Cuántas madres en nuestro país guardan tesoros así en silencio? ¿Cuántos hijos no nos damos cuenta del peso del amor callado hasta que ya es tarde?
¿Y ustedes? ¿Han descubierto algún secreto familiar que les cambió la vida? ¿Qué harían si encontraran un regalo así después de tantos años?