El Secreto de Christian: Entre el Amor y la Lealtad a Mamá
—No puedo hacerlo, Lucía. Por favor, díselo tú —me suplicó Christian, con los ojos enrojecidos y la voz quebrada, mientras el reloj del salón marcaba las dos de la madrugada. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del piso en Chamberí como si quisiera entrar y ser testigo de nuestro drama.
Apreté la taza de té entre las manos, buscando calor en medio de aquel frío que no venía del clima, sino del miedo. Miedo a Carmen, su madre. Miedo a lo que vendría después de pronunciar esas palabras prohibidas: «Christian no puede tener hijos».
Cuando conocí a Christian, todo era luz. Su risa llenaba cualquier habitación y su manera de ver la vida me arrastró como una corriente. Nos enamoramos rápido, casi sin darnos cuenta. Pero desde el principio, Carmen fue una presencia constante. No había domingo sin su cocido madrileño ni decisión que no pasara por su filtro. «Christian es mi niño», repetía ella, mirándome como si yo fuera una intrusa en su reino.
Al principio, lo tomé con humor. «Es muy española», me decía mi amiga Marta. «Ya verás cómo te ganas a la suegra». Pero Carmen no era como las demás madres. Era un huracán disfrazado de abuela dulce, capaz de aparecer en nuestra casa sin avisar y reorganizar los armarios porque «así están mejor».
El tema de los hijos surgió pronto. «¿Y para cuándo el nieto?», preguntaba Carmen cada vez que nos veía. Yo sonreía, Christian se encogía de hombros. Pero tras dos años de intentos y silencios incómodos, fuimos al médico. El diagnóstico fue claro: infertilidad masculina. Recuerdo el silencio en la consulta, el temblor en las manos de Christian y su mirada perdida en el suelo.
—No se lo digas a nadie —me pidió esa noche, abrazado a mí como un niño asustado—. Mamá no lo soportaría.
Pero Carmen era incansable. Empezó a dejar revistas sobre fertilidad en la mesa del salón, a recomendarme ginecólogos y hasta a sugerir remedios caseros: «Un vasito de vino tinto cada noche ayuda, Lucía». Yo sentía que me ahogaba en una mentira cada vez más grande.
Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas, Carmen irrumpió en la cocina:
—¿Tienes algo que contarme? —preguntó con ese tono suyo que no admitía evasivas.
Me quedé paralizada. Miré a Christian, que bajó la cabeza y salió del cuarto como si no existiera. Sentí una rabia sorda crecer en mi pecho.
—Carmen —dije al fin—, Christian y yo hemos ido al médico…
Ella me interrumpió:
—¿Y? ¿Qué te pasa? ¿Por qué no puedes darle un hijo a mi niño?
Las palabras me cortaron como cuchillas. Respiré hondo y solté la verdad:
—No soy yo… Es Christian quien no puede tener hijos.
El silencio fue absoluto. Carmen me miró como si le hubiera dado una bofetada. Luego se giró hacia el pasillo y gritó:
—¡Christian! ¡Ven aquí ahora mismo!
Él apareció, pálido como el mármol. Carmen lo abrazó primero, luego lo apartó bruscamente.
—¿Por qué no me lo dijiste tú? ¿Por qué tiene que ser ella quien me lo cuente?
Christian balbuceó algo ininteligible. Yo sentí que me desmoronaba por dentro.
A partir de ese día, todo cambió. Carmen dejó de hablarme durante semanas. Cuando venía a casa, ignoraba mi presencia o lanzaba indirectas crueles: «Hay mujeres que luchan por sus familias… otras solo traen problemas».
Christian se volvió más distante. Pasaba horas encerrado en el despacho o salía a caminar sin rumbo por el Retiro. Yo intenté hablar con él muchas veces:
—Christian, esto nos está matando…
Pero él solo respondía:
—No puedo con esto, Lucía. No puedo decepcionarla más.
Una noche, después de otra discusión silenciosa durante la cena, exploté:
—¿Y yo? ¿No te importa cómo me siento? ¿No ves que estoy sola en esto?
Él me miró con ojos vacíos y murmuró:
—Lo siento…
Poco a poco, nuestro matrimonio se fue desmoronando. La casa se llenó de silencios y reproches mudos. Carmen seguía siendo el centro del universo de Christian y yo me convertí en una sombra.
Finalmente, un día hice las maletas y me fui. No hubo gritos ni lágrimas; solo un adiós susurrado en el umbral mientras él miraba al suelo.
Ahora vivo sola en un piso pequeño cerca de Lavapiés. A veces me encuentro con Carmen en el mercado y me lanza miradas llenas de reproche y lástima a partes iguales. Christian y yo apenas hablamos; sé que sigue atrapado en esa telaraña de culpa y dependencia.
A veces me pregunto si hice bien en ser la portadora de aquel secreto. ¿Debería haberme negado? ¿O era inevitable que todo saltara por los aires tarde o temprano?
¿Hasta qué punto debemos cargar con los secretos ajenos? ¿Es justo sacrificar nuestra paz por proteger a quienes amamos?