El secreto entre llamadas: Cuando la traición suena al otro lado del teléfono

—¿Por qué tienes que irte tan pronto, Marta? —me preguntó Lucía mientras recogía las tazas de café de la mesa del salón.

No podía evitar mirar el reloj. Había salido tarde del trabajo y Sergio me había escrito dos veces preguntando si llegaría a tiempo para cenar. Pero Lucía llevaba semanas apagada, y yo sentía que debía estar con ella. Su divorcio había sido un terremoto en su vida y, aunque intentaba mostrarse fuerte, sus ojos siempre delataban el cansancio y la tristeza.

—Mañana tengo una reunión importante —le respondí, forzando una sonrisa—. Pero dime, ¿has pensado en lo que hablamos? ¿En volver a pintar? Te haría bien distraerte.

Lucía asintió, pero su mirada se perdió en el vacío. El silencio se hizo incómodo. De repente, su móvil vibró sobre la mesa. Ella estaba en la cocina, así que lo cogí por inercia.

—¿Diga? —contesté sin mirar la pantalla.

Al otro lado, una voz familiar, demasiado familiar, susurró:

—¿Lucía? ¿Estás sola?

El corazón me dio un vuelco. Era Sergio. Mi Sergio. Mi marido desde hacía doce años. Sentí cómo la sangre me abandonaba el rostro.

—¿Sergio? —musité, temblando.

Hubo un silencio mortal. Luego, colgó.

Me quedé paralizada, con el móvil aún pegado a la oreja. Lucía volvió al salón y me miró extrañada.

—¿Quién era? —preguntó con voz neutra.

No supe qué decir. Le devolví el móvil y salí de su casa casi corriendo, con las piernas temblorosas y las lágrimas amenazando con desbordarse. Caminé por las calles de Madrid sin rumbo, sintiendo que el aire me faltaba. ¿Cómo era posible? ¿Desde cuándo? ¿Por qué?

Esa noche no dormí. Sergio intentó llamarme varias veces, pero no contesté. Me miraba al espejo y no reconocía a la mujer que veía: despeinada, ojerosa, rota por dentro. Al amanecer, tomé una decisión. Tenía que saber la verdad.

Al día siguiente, esperé a que Sergio saliera para el trabajo y revisé su móvil. No era algo que soliera hacer, pero ya nada era normal. Encontré mensajes borrados, llamadas recientes a un número guardado como “L.” Sentí náuseas. ¿Cuántas veces había estado en mi casa mientras yo no estaba? ¿Cuántas veces habían compartido secretos a mis espaldas?

Esa tarde llamé a Lucía. Quedamos en una cafetería del centro. Ella llegó nerviosa, evitando mi mirada.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le solté sin rodeos.

Lucía bajó la cabeza y empezó a llorar en silencio.

—No quería hacerte daño… Todo empezó después de mi divorcio. Me sentía sola y Sergio… él me escuchaba, me apoyaba… Nunca fue mi intención traicionarte, Marta.

Sentí rabia, asco y una tristeza infinita. Había estado consolando a mi amiga mientras ella se refugiaba en los brazos de mi marido. ¿Cómo se reconstruye algo así?

Volví a casa y enfrenté a Sergio esa misma noche.

—¿Cuánto tiempo llevas engañándome con Lucía? —le pregunté con voz firme, aunque por dentro me rompía.

Sergio intentó negarlo al principio, pero cuando le conté lo de la llamada, bajó los brazos.

—No sé cómo ha pasado… Me sentía solo también… Tú siempre estabas ocupada…

—¡No me culpes! —grité—. ¡La culpa es tuya! ¡De los dos!

Esa noche dormí en el sofá. Los días siguientes fueron un infierno: discusiones interminables, silencios cargados de reproches, miradas que ya no decían nada bueno. Mis padres se enteraron y vinieron desde Toledo para apoyarme. Mi madre lloraba conmigo en la cocina mientras mi padre intentaba convencerme de que pensara en los niños.

Pero yo ya no podía más. No podía mirar a Sergio sin recordar su traición; no podía pensar en Lucía sin sentir un vacío helado en el pecho.

Un sábado por la mañana hice las maletas y me fui con mis hijos al piso de mis padres. Sergio lloró, suplicó, prometió cambiar… Pero ya era tarde.

Lucía intentó llamarme varias veces. No contesté. Necesitaba tiempo para entender cómo había llegado hasta aquí, cómo había perdido todo lo que creía seguro.

Han pasado meses desde aquella llamada maldita. A veces me despierto pensando que todo fue una pesadilla, pero luego veo las cajas aún sin abrir en el cuarto de mis hijos y recuerdo que esta es mi nueva realidad.

He vuelto a trabajar a jornada completa y mis padres me ayudan con los niños. La herida sigue abierta, pero poco a poco aprendo a vivir con ella. A veces me pregunto si algún día podré perdonarles; otras veces creo que nunca podré confiar en nadie igual.

¿De verdad conocemos a las personas que amamos? ¿O solo vemos lo que queremos ver hasta que la verdad nos golpea como un trueno inesperado?