El Silencio de la Gratitud: La promesa de Mariana y Julián a su madre
—¡No puedes vender la casa, Julián! —grité, con la voz quebrada y el corazón en la garganta. La lluvia golpeaba los cristales del pequeño departamento en Iztapalapa, y el olor a café recalentado flotaba en el aire. Julián me miró con esos ojos cansados que heredó de mamá, llenos de rabia y resignación.
—¿Y qué otra opción tenemos, Mariana? Mamá no puede seguir trabajando así. Las deudas nos están ahogando. ¿O prefieres verla morir de cansancio en esa fonda? —me respondió, apretando los puños sobre la mesa.
En ese momento, sentí que el mundo se me venía encima. Mamá, Teresa, siempre fue nuestro pilar. Desde que papá se fue con otra mujer cuando yo tenía ocho años y Julián apenas seis, ella se partió el lomo para darnos de comer, para que nunca nos faltara un cuaderno o un par de zapatos decente. Recuerdo sus manos ásperas sirviendo platos de mole a los clientes, su sonrisa fingida cuando llegaba tarde y aún así nos abrazaba fuerte antes de dormir.
Pero ahora, con sus rodillas hinchadas y la tos que no la deja en paz desde hace meses, sabíamos que algo tenía que cambiar. Yo trabajo como maestra suplente en una primaria pública, y Julián hace lo que puede como repartidor de comida. El dinero nunca alcanza. Y aunque mamá siempre dice “no se preocupen por mí”, sabemos que miente.
Esa noche, después de la discusión, me encerré en mi cuarto y lloré en silencio. Me sentía una inútil. ¿Cómo agradecerle a mamá todo lo que hizo por nosotros? ¿Cómo devolverle aunque sea un poco de esa vida que sacrificó por darnos una oportunidad?
Al día siguiente, mientras desayunábamos pan duro con café negro, Julián me miró serio.
—Tengo una idea —dijo—. Pero necesito que confíes en mí.
No quise preguntar más. Solo asentí. Él salió temprano y yo me fui a la escuela, pero no pude concentrarme en nada. Los niños gritaban y jugaban, pero mi mente estaba lejos, pensando en mamá y en ese miedo constante a perderlo todo.
Esa tarde, al volver a casa, encontré a mamá sentada en la sala con una carta en la mano. Sus ojos estaban rojos.
—¿Qué pasa, ma? —pregunté, temiendo lo peor.
Ella me miró y sonrió débilmente.
—Es del banco —dijo—. Nos van a quitar la casa si no pagamos este mes.
Sentí un nudo en el estómago. No podía permitirlo. No después de todo lo que ella había hecho por nosotros.
Esa noche, Julián llegó tarde. Traía una bolsa con comida y una expresión extraña en el rostro.
—Conseguí un trabajo extra —anunció—. Voy a manejar un taxi por las noches.
Mamá protestó, pero él no la dejó hablar.
—Ya basta, ma. Ahora nos toca a nosotros cuidar de ti.
Durante semanas, Julián trabajó hasta el amanecer y yo tomé más horas en la escuela. Pero el dinero seguía sin alcanzar. Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a mamá llorar en su cuarto. Me acerqué y la abracé fuerte.
—Perdóname por no poder darte más —susurré.
Ella me acarició el cabello.
—Tú y tu hermano son mi vida. No necesito nada más.
Pero yo sí necesitaba hacer algo más. Así que hablé con los padres de mis alumnos y organizamos una kermés para recaudar fondos. Vendimos tamales, rifamos canastas y hasta hicimos una función de teatro con los niños. La comunidad respondió con cariño; todos conocían a Teresa y sabían lo buena que era.
Con lo recaudado pagamos una parte de la deuda del banco. Pero aún faltaba mucho.
Una tarde, Julián llegó con la cara desencajada.
—Me asaltaron anoche —dijo—. Se llevaron el taxi y el dinero del día.
Sentí que el mundo se desmoronaba otra vez. Mamá se desmayó del susto y tuvimos que llevarla al hospital. Allí nos dijeron que tenía hipertensión y necesitaba reposo absoluto.
Mientras esperaba afuera del cuarto de urgencias, recordé todas las veces que mamá se quedó sin comer para darnos su parte, todas las noches que trabajó hasta tarde para pagar la colegiatura o comprar medicinas cuando nos enfermábamos. Sentí una rabia inmensa contra el mundo, contra papá por habernos abandonado, contra mí misma por no poder hacer más.
Cuando mamá despertó, nos miró a los dos y nos tomó de las manos.
—No quiero que se destruyan por mí —dijo con voz suave—. Lo único que les pido es que se cuiden y se quieran siempre.
Esa noche hablamos largo rato los tres. Lloramos juntos y prometimos no rendirnos. Decidimos vender algunas cosas de valor: la televisión vieja, unos aretes de oro que eran herencia de mi abuela… Todo para salvar la casa y darle a mamá un poco de paz.
Un día, mientras limpiaba su cuarto, encontré una caja llena de cartas viejas. Eran cartas que mamá le escribió a papá después de que se fue. En ellas le pedía ayuda para nosotros, le contaba nuestros logros y nuestras tristezas… pero él nunca respondió.
Sentí una mezcla de tristeza y furia. Pero también entendí algo: mamá nunca esperó nada a cambio. Todo lo hizo por amor.
Al final logramos juntar lo suficiente para pagar la deuda más urgente. Mamá dejó la fonda y ahora cuida niños en casa para no esforzarse tanto. No tenemos lujos ni grandes comodidades, pero estamos juntos.
A veces me pregunto si algún día podré agradecerle realmente todo lo que hizo por nosotros. ¿Cómo se paga un amor así? ¿Cómo se honra un sacrificio tan grande?
¿Ustedes qué harían para agradecerle a su madre todo lo que ha hecho? ¿Alguna vez han sentido esa impotencia de no poder devolverle ni una parte de su sacrificio?