El silencio de Lucía: Un viaje al corazón de la angustia

—¿Por qué no me contestas, Lucía? —mi voz temblaba mientras marcaba su número una vez más, el móvil pegado a mi oído, el pitido interminable llenando el silencio de mi piso en Salamanca. Desde que se casó con Álvaro y se mudó a ese pueblo perdido en la sierra de Gredos, Lucía y yo hablábamos cada dos días. Era nuestro ritual: yo le contaba del mercado, ella me hablaba de sus gallinas y del huerto. Pero ahora, llevaba una semana sin saber nada de ella. Ni un mensaje, ni una llamada perdida. Nada.

No dormí esa noche. Me levanté antes del amanecer, preparé una bolsa con algo de ropa y conduje las dos horas hasta Villanueva del Fresno. El paisaje era hermoso, sí, pero mi corazón latía con fuerza, como si presintiera que algo no iba bien. Recordaba la última vez que la vi: su sonrisa forzada, las ojeras que intentó tapar con maquillaje, el abrazo rápido antes de que Álvaro la llamara desde la puerta.

Aparqué frente a la casa blanca de piedra. El jardín estaba descuidado, las flores marchitas. Toqué el timbre. Nadie respondió. Golpeé la puerta con fuerza.

—¡Lucía! ¡Soy mamá! —grité, la voz quebrada.

Unos minutos después, la puerta se abrió apenas unos centímetros. Lucía asomó la cabeza. Tenía el pelo recogido en un moño desordenado y los ojos rojos. Me miró como si no me reconociera.

—¿Qué haces aquí? —susurró.

—Llevo una semana sin saber de ti. Me tienes muerta de preocupación.

Intentó sonreír, pero le tembló la barbilla.

—He estado ocupada… El campo… Ya sabes…

—¿Puedo pasar?

Dudó un instante y luego abrió la puerta del todo. El interior olía a humedad y a sopa recalentada. Álvaro no estaba. Sentí un alivio momentáneo.

Nos sentamos en la cocina. Le cogí las manos y entonces lo vi: sus uñas estaban rotas, algunas sangraban por los bordes, como si hubiera intentado arrancarlas o rascar algo desesperadamente.

—¿Qué te ha pasado en las manos? —pregunté horrorizada.

Ella apartó las manos de golpe y bajó la mirada.

—Nada… Me caí en el huerto.

No le creí ni por un segundo. El silencio entre nosotras era espeso, casi irrespirable.

—Lucía, dime la verdad. ¿Te ha hecho algo Álvaro?

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Negó con la cabeza, pero su cuerpo entero temblaba.

—No… Es solo que… Aquí todo es más difícil de lo que pensaba. Me siento sola, mamá. Él trabaja mucho y yo… Yo no tengo amigas aquí. A veces me desespero y… —se calló de golpe al escuchar el ruido de un coche acercándose.

Lucía se puso rígida. Se levantó deprisa y empezó a recoger tazas vacías como si su vida dependiera de ello.

—No digas nada —me susurró—. Por favor.

La puerta se abrió de golpe y Álvaro entró con paso firme. Me miró con frialdad.

—¿Qué haces aquí, Carmen?

—Vengo a ver a mi hija —respondí, intentando mantener la calma—. Estaba preocupada.

Él sonrió sin humor.

—Ya ves que está bien. Aquí no pasa nada malo.

Pero yo veía el miedo en los ojos de Lucía, la forma en que se encogía cuando él se acercaba demasiado. Vi cómo apretaba los puños para ocultar las uñas destrozadas.

Esa noche insistí en quedarme a dormir en el sofá. No podía dejarla sola. Escuché susurros en el dormitorio, llantos ahogados. Sentí una impotencia brutal: ¿cómo podía ayudarla si ella no quería hablar?

A la mañana siguiente, mientras Álvaro salía al campo, me acerqué a Lucía en la cocina.

—Tienes que salir de aquí —le dije en voz baja—. No puedes seguir así.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo… No tengo a dónde ir. Y si me voy… él me buscará.

La abracé fuerte. Sentí su cuerpo frágil temblando entre mis brazos.

—Tienes tu casa conmigo. Siempre la tendrás.

Pero ella solo lloraba en silencio.

Pasaron dos días así, entre silencios y miradas furtivas. Yo intentaba convencerla de que viniera conmigo a Salamanca, pero ella siempre encontraba una excusa: las gallinas, el huerto, el qué dirán en el pueblo.

La última noche antes de irme, escuché un golpe seco en el baño. Corrí y encontré a Lucía sentada en el suelo, respirando entre sollozos, las uñas sangrando otra vez.

—No puedo más, mamá —susurró—. Tengo miedo todo el tiempo.

Me arrodillé a su lado y le limpié las manos con cuidado.

—No estás sola —le prometí—. Mañana nos vamos juntas.

Esa madrugada empaquetamos lo poco que pudo llevarse: unas fotos, ropa y una cajita con cartas antiguas. Salimos antes del amanecer, sin hacer ruido. Mientras conducía por la carretera vacía hacia Salamanca, sentí una mezcla de alivio y terror por lo que vendría después: denuncias, abogados, miedo constante a que Álvaro apareciera en cualquier momento.

Pero también sentí orgullo por mi hija y por mí misma: habíamos roto el silencio juntas.

Ahora, cada vez que veo sus manos curándose poco a poco, me pregunto: ¿cuántas Lucías hay escondidas tras puertas cerradas en los pueblos de España? ¿Cuántas madres callan por miedo o por vergüenza? ¿Y tú? ¿Qué harías si tu hija te pidiera ayuda así?