El Últimatum de la Abuela: Entre el Sueño y la Ruina
—Lucía, o aceptas mis condiciones o mañana mismo hacéis las maletas y os vais de la casa de la abuela. No hay más que hablar.
La voz de mi madre, Carmen, retumbó en el pasillo como un portazo. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Álvaro, mi marido, me miró con los ojos muy abiertos, buscando en mi rostro una respuesta que yo no tenía. La casa de la abuela Pilar, en el barrio de Chamberí, siempre había sido mi refugio, el lugar donde los domingos olían a cocido y las risas llenaban el patio interior. Ahora, ese mismo lugar se convertía en un campo de batalla.
Todo empezó hace seis meses, cuando Álvaro perdió su trabajo en la editorial y yo, embarazada de nuestro segundo hijo, apenas podía cubrir los gastos con mi sueldo de maestra. Mi abuela Pilar, con su generosidad infinita y su memoria ya algo difusa, nos ofreció quedarnos en su piso mientras nos recuperábamos. Mi madre aceptó a regañadientes, pero nunca dejó de recordarnos que era una solución temporal.
—No quiero líos ni discusiones —decía Carmen cada vez que venía a vernos—. Esta casa es de tu abuela, pero cuando ella falte… ya sabes lo que hay.
Yo sabía perfectamente a qué se refería. La herencia. El tema tabú que había dividido a mi familia desde hacía años. Mi tío Antonio, hermano de mi madre, llevaba meses presionando para vender el piso y repartirse el dinero. Mi madre se negaba en redondo, aferrándose a la idea de que la casa debía quedarse en la familia. Pero ahora, con nosotros viviendo allí y la abuela cada vez más frágil, todo se complicó.
Esa tarde del ultimátum, Carmen llegó sin avisar. Entró en la cocina mientras yo preparaba la merienda para mi hija mayor, Sofía.
—Lucía, tenemos que hablar —dijo con ese tono que no admitía réplica.
Me senté frente a ella, el corazón desbocado.
—Antonio ha hablado con un abogado —empezó—. Dice que si no vendemos la casa cuando mamá muera, va a llevarnos a juicio. Yo no quiero peleas legales, pero tampoco puedo permitir que os instaléis aquí como si esto fuera vuestro. Así que te lo digo claro: o firmáis un papel comprometiéndoos a iros en cuanto mamá falte, o tendréis que buscaros otro sitio ya mismo.
Sentí una punzada en el estómago. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Cómo podía ponerme entre la espada y la pared cuando más necesitaba su apoyo?
—Mamá, sabes que no tenemos a dónde ir —susurré—. Álvaro sigue sin trabajo y yo…
—No me pongas esa cara —me interrumpió—. Todos hemos pasado por momentos difíciles. Pero esto no es solo tuyo. Es de todos.
Álvaro entró en ese momento, con Sofía de la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó, notando la tensión.
—Tu suegra quiere echarnos si no firmamos un compromiso para irnos cuando fallezca Pilar —expliqué con voz temblorosa.
Álvaro apretó los labios. Sabía lo mucho que significaba esa casa para mí. Sabía también que sin ese techo no podríamos seguir adelante.
Esa noche apenas dormí. Escuchaba el tic-tac del reloj del salón y pensaba en los veranos de mi infancia: los primos jugando al escondite entre las habitaciones, las meriendas interminables en el balcón… ¿Todo eso iba a desaparecer por culpa del dinero?
Al día siguiente llamé a mi hermano Sergio. Siempre había sido el mediador en casa.
—Sergio, necesito tu ayuda —le dije entre sollozos—. Mamá quiere echarnos si no firmamos ese papel.
Él suspiró al otro lado del teléfono.
—Lucía, sabes cómo es mamá. Pero también entiendo su miedo. Antonio está muy pesado con lo del dinero…
—¿Y qué pasa con nosotros? ¿Con los niños? ¿Con todo lo que hemos dado por esta familia?
Hubo un silencio incómodo.
—Quizá deberíais buscar otra opción —dijo al fin—. No podemos vivir siempre del pasado.
Colgué sintiéndome más sola que nunca.
Los días siguientes fueron un desfile de discusiones y silencios incómodos. La abuela Pilar apenas entendía lo que pasaba; sonreía desde su sillón y me preguntaba cuándo vendrían los primos a merendar. Yo le acariciaba la mano y le mentía piadosamente:
—Pronto, abuela. Pronto vendrán todos.
Pero sabía que era mentira. La familia estaba rota por dentro y nadie parecía dispuesto a ceder.
Una tarde, mientras recogía los juguetes del salón, Álvaro se acercó por detrás y me abrazó fuerte.
—No quiero verte así —susurró—. Si tenemos que irnos, nos iremos juntos. Lo importante es que estemos unidos.
Lloré en silencio sobre su hombro. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Por qué el dinero podía más que los recuerdos?
Finalmente llegó el día de tomar una decisión. Carmen vino con los papeles preparados por el abogado de Antonio.
—Si firmas esto —dijo sin mirarme a los ojos—, podréis quedaros hasta que mamá falte. Después tendréis tres meses para iros.
Miré el documento y sentí una rabia sorda crecer dentro de mí.
—¿Y si me niego? —pregunté desafiante.
—Entonces tendréis que iros ya mismo —respondió seca.
Miré a Álvaro. Miré a mis hijas jugando ajenas al drama familiar. Y supe que tenía que elegir entre mi dignidad y el bienestar inmediato de mi familia.
Firmé el papel con lágrimas en los ojos.
Esa noche salí al balcón y miré las luces de Madrid extendiéndose hasta el horizonte. Sentí una mezcla amarga de derrota y alivio.
¿De verdad vale la pena perderlo todo por una herencia? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes vinieron antes que nosotros?