El Último Abrazo de Mamá: Entre la Culpa y el Amor

—¿Por qué me haces esto, hijo?— La voz de mi madre, Carmen, temblaba como una hoja en el viento. Sus manos, tan pequeñas y frágiles, apretaban mi brazo mientras cruzábamos el umbral de la residencia. El olor a desinfectante y sopa recalentada me golpeó de lleno, mezclándose con el perfume de lavanda que ella siempre usaba. Sentí que el corazón se me partía en dos.

No era la primera vez que discutíamos ese tema. Desde que papá murió hace tres años, mamá fue apagándose poco a poco. Al principio eran olvidos pequeños: las llaves, el gas abierto, la leche hirviendo hasta desbordarse. Pero luego vinieron las caídas, los gritos en la madrugada porque no recordaba dónde estaba. Yo, Alejandro, su único hijo, me convertí en su sombra y su guardián.

—Mamá, no puedo dejarte sola más tiempo. Ya viste lo que pasó la semana pasada— le dije, recordando el día en que la encontré tirada en el baño, con la mirada perdida y la sangre manchando su bata.

Ella me miró con esos ojos negros que siempre parecían leerme el alma. —¿Y si me olvidas aquí? ¿Y si ya no vuelves?

Me arrodillé frente a ella, tragando las lágrimas. —Nunca te voy a olvidar, mamá. Pero necesito ayuda para cuidarte. No puedo solo.

La enfermera nos interrumpió con una sonrisa forzada. —Doña Carmen, aquí va a estar bien. Hay actividades, comida rica y gente con quien hablar.

Mamá no respondió. Solo apretó más mi mano hasta que sentí las uñas clavarse en mi piel.

Esa noche volví a casa solo. El silencio era tan denso que dolía. Me senté en su sillón favorito y miré alrededor: las fotos amarillentas de nuestra familia en Veracruz, los manteles tejidos por sus manos, el rosario colgando de la cabecera. Todo parecía gritar su ausencia.

Decidí ordenar sus cosas para llevarle algunas al día siguiente. Fue entonces cuando encontré la caja de madera bajo su cama. Dentro había cartas viejas atadas con una cinta azul y una foto que nunca había visto: un hombre joven abrazando a mamá en la playa, ambos riendo como si el mundo fuera solo suyo.

Mi corazón se aceleró. El hombre no era mi padre.

Leí la primera carta con manos temblorosas:

«Carmen,
No puedo dejar de pensar en ti desde aquella tarde en el malecón. Sé que lo nuestro es imposible, pero te juro que nunca amaré a nadie como a ti…»

Había más cartas, todas firmadas por un tal Ernesto. Descubrí una pasión y una tristeza en esas palabras que nunca vi en mamá. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué nunca me habló de él?

Al día siguiente llevé la caja conmigo a la residencia. Mamá estaba sentada junto a la ventana, mirando cómo los niños jugaban fútbol en la calle.

—¿Te acuerdas de esto?— le pregunté, mostrándole la foto.

Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante. —Pensé que ya no existía…

—¿Quién es Ernesto?

Ella suspiró largo y tendido. —Fue mi primer amor. Antes de conocer a tu papá…

Me contó cómo se conocieron en una fiesta del pueblo, cómo soñaron con escapar juntos a Ciudad de México para empezar una nueva vida. Pero la familia de Ernesto se mudó repentinamente a Argentina y nunca volvió. Poco después conoció a mi padre y decidió enterrar ese amor para siempre.

—¿Por qué nunca me lo contaste?

—Porque uno guarda ciertos dolores para proteger a los hijos —me respondió acariciándome el rostro—. No quería que pensaras que tu papá fue menos importante para mí. Pero hay amores que marcan para siempre.

Me quedé callado un rato, digiriendo sus palabras. De repente entendí muchas cosas: su melancolía en los aniversarios, las canciones tristes que escuchaba cuando creía que yo dormía.

—¿Te arrepientes de tu vida conmigo y papá?

Ella negó con la cabeza y sonrió débilmente.— No cambiaría nada, hijo. Pero hay heridas que nunca cierran del todo.

En ese momento sentí una mezcla de alivio y culpa. Alivio porque mamá había amado intensamente; culpa porque yo también le estaba pidiendo enterrar otra parte de su vida: su independencia, su casa, sus recuerdos.

Los días siguientes fueron duros. Mamá lloraba cada vez que me iba y yo salía del lugar sintiéndome el peor hijo del mundo. Mis primos opinaban sin saber: «¿Por qué no contratas una cuidadora?», «¿Y si te la llevas a vivir contigo?» Pero nadie entendía lo agotador que era cuidar solo a alguien que ya no reconocía ni su propio reflejo.

Una tarde llegué y encontré a mamá sentada con otra señora, riendo mientras tejían bufandas para donar al hospital local. Me acerqué despacio y ella me miró con ternura.

—¿Ves? Aquí también se puede empezar de nuevo —me dijo.

Me senté junto a ella y le tomé la mano. Por primera vez en meses sentí un poco de paz.

Ahora cada vez que salgo de la residencia me pregunto si hice lo correcto o si algún día podré perdonarme por haberla llevado allí. ¿Cuántos hijos pasan por esto sin saber si están actuando por amor o por egoísmo? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?