El último amor de Don Ernesto: Entre la fe, la familia y el tiempo perdido
—¿Por qué ahora, Ernesto? —me preguntó mi hija Mariana, con los ojos llenos de reproche y un temblor en la voz que me partió el alma—. ¿Por qué justo ahora te enamoras, cuando mamá apenas lleva dos años de muerta?
No supe qué responderle. El café se enfriaba entre mis manos temblorosas. Afuera, el bullicio del barrio de San Telmo seguía su curso: vendedores ambulantes, niños jugando a la pelota, el olor a pan recién horneado mezclado con el humo de los colectivos. Pero dentro de mi pequeño departamento, el aire era denso, casi irrespirable.
A mis sesenta y nueve años, nunca imaginé que volvería a sentir mariposas en el estómago. Después de perder a Teresa, mi compañera de toda la vida, pensé que el amor era un capítulo cerrado. Me refugié en la rutina: los mates al amanecer, las partidas de truco con los vecinos, las visitas semanales al cementerio. Hasta que conocí a Lucía.
Lucía llegó a mi vida como una brisa fresca en pleno verano porteño. La conocí en un taller de meditación budista al que me arrastró mi amigo Ramiro. «Te va a hacer bien, Ernesto. Hay que aprender a soltar», me insistía él. Yo no creía en esas cosas, pero fui igual. Y ahí estaba ella: pelo canoso recogido en una trenza, ojos vivaces y una risa contagiosa que llenaba la sala.
Empezamos hablando de libros y terminamos compartiendo silencios cómodos. Lucía tenía una manera especial de mirar la vida: decía que cada día era un regalo, incluso los días grises. Me enseñó a respirar profundo cuando la tristeza me ahogaba y a encontrar belleza en lo cotidiano. Con ella aprendí que la felicidad no es una meta lejana, sino pequeños destellos entre la rutina.
Pero no todo era tan simple. Mis hijos no podían entenderlo. Mariana y Pablo crecieron viéndome como el pilar de la familia, el hombre fuerte que nunca lloraba. Ahora me veían vulnerable, enamorado como un adolescente y dispuesto a cambiar mis costumbres por una mujer que apenas conocían.
—Papá, ¿no pensás en nosotros? —me reclamó Pablo una noche, después de cenar empanadas en casa—. Mamá te amó toda la vida. ¿No te da culpa?
Sentí el peso de sus palabras como una losa sobre el pecho. ¿Era egoísta por querer ser feliz otra vez? ¿Estaba traicionando la memoria de Teresa? A veces me despertaba en medio de la noche con esas preguntas martillando mi cabeza.
Lucía lo notaba. Una tarde, mientras paseábamos por el Parque Lezama, me tomó la mano y susurró:
—No te castigues, Ernesto. Amar no es olvidar. Es honrar lo vivido y atreverse a vivir de nuevo.
Pero los conflictos familiares no tardaron en escalar. Mariana dejó de visitarme por semanas; Pablo apenas respondía mis mensajes. Me sentí solo otra vez, como cuando Teresa se fue y la casa quedó llena de ecos y fotos viejas.
En medio de esa tormenta emocional, encontré refugio en la meditación. Cerraba los ojos y escuchaba mi respiración, intentando calmar el torbellino interno. Lucía me acompañaba en silencio; a veces llorábamos juntos por nuestros muertos y reíamos por nuestras torpezas al intentar posturas imposibles.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Mariana.
—Papá… —su voz sonaba cansada—. ¿Podemos hablar?
Nos encontramos en una confitería del barrio. Ella llegó con los ojos hinchados y las manos apretadas sobre la mesa.
—Te extraño —me dijo al fin—. Pero me duele verte con otra mujer… Siento que perdemos a mamá otra vez.
Le tomé las manos y lloré con ella. Le hablé de mi soledad, del miedo a morir sin haber vuelto a sentir alegría. Le conté cómo Lucía me ayudaba a recordar lo bueno de la vida sin borrar el pasado.
Mariana lloró conmigo y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía respirar sin culpa.
Poco a poco, mis hijos empezaron a aceptar mi relación con Lucía. No fue fácil; hubo discusiones, silencios incómodos y miradas esquivas en las reuniones familiares. Pero también hubo pequeños gestos: un mate compartido, una foto juntos en Navidad, una invitación a cenar.
La vida me enseñó que nada es para siempre. Un día Lucía enfermó; el cáncer llegó sin avisar y se llevó su risa en pocos meses. La acompañé hasta el final, sosteniendo su mano mientras meditábamos juntos por última vez.
Después de su partida, volví a sentir ese vacío inmenso. Pero esta vez era distinto: ya no tenía miedo de estar solo ni de amar otra vez si la vida me daba otra oportunidad.
Hoy, sentado frente a la ventana mientras cae la tarde sobre Buenos Aires, pienso en todo lo vivido y me pregunto: ¿Vale la pena arriesgarse al dolor por unos momentos de felicidad? ¿Cuántos amores dejamos pasar por miedo al qué dirán o al sufrimiento?
¿Y ustedes? ¿Se atreverían a amar aunque supieran que pueden perderlo todo?