Entre Deudas y Silencios: La Historia de Lucía

—Lucía, por favor, no me dejes sola en esto. Si no pago esta deuda, me van a echar de casa —la voz de Carmen, mi suegra, temblaba al otro lado del teléfono. Era un martes de noviembre, la lluvia golpeaba los cristales de mi pequeño salón en Vallecas y yo tenía a Mario, mi hijo de ocho años, haciendo los deberes en la mesa.

No era la primera vez que Carmen nos pedía ayuda, pero esta vez sentí el peso de la urgencia. Mi marido, Álvaro, estaba en el trabajo y yo, con mi empleo a media jornada en la biblioteca municipal, apenas llegaba a fin de mes. Aun así, tenía algo que muchos no: un piso de dos habitaciones que heredé de mis padres. Álvaro tenía el suyo, más pequeño pero mejor situado para alquilarlo a buen precio. Cuando nos casamos, decidimos vivir en el mío y alquilar el suyo para tener un colchón económico.

Pero ese colchón se fue desinflando con cada llamada de Carmen. Primero fue la factura de la luz, luego el IBI atrasado y ahora… ahora eran tres mil euros que debía a un prestamista del barrio. “No puedo dormir, Lucía. Me llaman a todas horas”, sollozaba ella. Yo miraba a Mario, tan concentrado en sus sumas, y sentía una punzada de culpa.

—Mamá, ¿puedes ayudarme con este problema? —me interrumpió Mario.

—Ahora no, cariño —le respondí casi sin mirarle—. Dame cinco minutos.

Colgué con Carmen y llamé a Álvaro. Su reacción fue la de siempre: “Es tu decisión, pero recuerda que tenemos que pensar en Mario”. Lo decía con ese tono frío que últimamente usaba para todo lo que tenía que ver con su madre.

Esa noche apenas dormí. Pensaba en cómo había cambiado todo desde que murió mi padre y heredé el piso. Antes éramos una familia unida: cenas los domingos, risas en la terraza… Ahora solo había silencios incómodos y reproches velados.

Al día siguiente fui al banco y saqué parte de los ahorros que teníamos para las vacaciones. Se lo llevé a Carmen en mano. Me abrazó tan fuerte que casi me rompió las costillas.

—Eres como una hija para mí —me susurró.

Pero al volver a casa, Mario estaba solo frente al televisor y Álvaro ni siquiera me miró cuando entré.

—¿Otra vez has ido donde mi madre? —preguntó sin apartar la vista del móvil.

—No podía dejarla tirada —le respondí—. Es tu madre.

—¿Y Mario? ¿Y nosotros? ¿Hasta cuándo vamos a vivir para solucionar los problemas de los demás?

No supe qué contestar. Me fui a la cocina y lloré en silencio mientras preparaba la cena. Mario entró y me abrazó por la espalda.

—¿Estás triste, mamá?

—Un poco, cariño. Pero no te preocupes.

Los días pasaron y las llamadas de Carmen se hicieron menos frecuentes, pero mi relación con Álvaro se enfrió aún más. Mario empezó a sacar peores notas y la profesora me llamó para decirme que estaba distraído en clase.

Una tarde, mientras recogía a Mario del colegio, lo vi sentado solo en el patio mientras los demás jugaban al fútbol. Me acerqué y le pregunté qué le pasaba.

—Nada —me dijo encogiéndose de hombros—. Solo que ya no vienes nunca a verme jugar.

Sentí un nudo en la garganta. Recordé las veces que le prometí ir al partido del sábado y siempre surgía algo: una llamada de Carmen, una visita al banco, una discusión con Álvaro.

Esa noche intenté hablar con Álvaro.

—Creo que estoy perdiendo a Mario —le confesé.

Él suspiró y por primera vez en meses me miró a los ojos.

—No solo a él —me dijo—. Nos estamos perdiendo todos.

Me senté junto a él en el sofá y lloramos juntos por todo lo que habíamos perdido: tiempo, confianza, alegría. Decidimos poner límites. Llamé a Carmen y le expliqué que no podíamos seguir ayudándola económicamente. Fue una conversación dura; me colgó llorando y durante semanas no supe nada de ella.

Pero poco a poco empecé a recuperar a Mario. Volví a ir a sus partidos, le ayudé con los deberes y hasta hicimos juntos una tarta para el cumpleaños de Álvaro. La relación con mi marido mejoró; volvimos a reírnos juntos viendo películas los viernes por la noche.

A veces pienso en Carmen y me siento culpable. Sé que sigue teniendo problemas, pero también sé que si no hubiera puesto límites habría perdido lo más importante: mi familia.

Ahora me pregunto: ¿Hasta dónde debemos sacrificarnos por los demás? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse uno mismo? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?