Entre Dos Mundos: El Hijo de Otro en Mi Hogar

—No es justo, Lucía. Es mi hijo. —La voz de Álvaro retumbó en el pasillo, mientras yo apretaba los puños para no llorar delante de él.

A veces me pregunto en qué momento mi vida se volvió tan complicada. Hace dos años, cuando conocí a Álvaro en aquel bar de Lavapiés, sentí que por fin el destino me sonreía. Yo, Lucía, 28 años, madrileña de toda la vida, con una familia tradicional y una carrera prometedora en una editorial pequeña pero ambiciosa. Él era diferente: divertido, atento, con esa mirada de quien ya ha vivido demasiado para su edad. Pronto supe que estaba divorciado y tenía un hijo, Pablo, de ocho años. No me importó. Pensé que el amor podía con todo.

Pero ahora, sentada en el sofá del piso que compartimos desde hace seis meses, siento que el amor no es suficiente. Pablo viene cada dos fines de semana y algún miércoles alterno. Al principio era fácil: yo me iba a casa de mi amiga Marta o aprovechaba para visitar a mis padres en Alcorcón. Pero hace un mes todo cambió.

—La madre de Pablo quiere irse a trabajar a Barcelona —me dijo Álvaro una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada—. Me ha pedido que Pablo se quede con nosotros durante el curso escolar.

Me atraganté con el agua. ¿Vivir aquí? ¿En nuestro piso pequeño, donde apenas cabemos los dos? ¿Con un niño al que apenas conozco y que me mira como si fuera una intrusa?

—¿Y tú qué has dicho? —pregunté, intentando sonar comprensiva.

—Que tengo que hablarlo contigo —respondió él, pero supe que ya había decidido.

Desde entonces, la tensión se ha instalado entre nosotros como un huésped incómodo. Mi madre dice que soy egoísta por no querer al niño en casa. Mi padre ni siquiera opina; sólo me mira con esa tristeza silenciosa que tanto detesto. Marta me anima a ponerme en su lugar: «Imagínate si fuera tu hijo». Pero no lo es. Y yo no pedí esto.

El domingo pasado, Pablo vino a pasar el día. Se sentó en la mesa del salón con su consola y apenas levantó la vista cuando le ofrecí merienda.

—¿Te gusta la nocilla? —le pregunté, intentando romper el hielo.

—Mi madre no me deja comer eso —respondió sin mirarme.

Me sentí invisible. Como si fuera una sombra en mi propia casa.

Esa noche discutimos otra vez. Álvaro defendía a su hijo con uñas y dientes; yo defendía mi espacio, mi tranquilidad, mi derecho a decidir cómo quiero vivir.

—No te pido que seas su madre —me dijo—. Sólo que le des una oportunidad.

—¿Y quién me la da a mí? —le respondí—. ¿Quién piensa en lo que yo quiero?

El silencio fue más doloroso que cualquier grito.

En el trabajo no puedo concentrarme. Mis compañeras hablan de bodas y viajes; yo sólo pienso en camas supletorias y horarios escolares. Siento que mi vida se ha detenido en un cruce de caminos del que no sé salir.

Una tarde, después de otra discusión, fui a casa de Marta buscando consuelo.

—¿Y si nunca puedo quererle? —le confesé entre lágrimas—. ¿Y si siempre será «el hijo de otra»?

Marta me abrazó fuerte.

—No tienes que quererle como a un hijo —me susurró—. Pero sí respetar el lugar que tiene en la vida de Álvaro. Si no puedes con eso… igual tienes que replantearte todo.

Esa noche volví a casa tarde. Álvaro estaba despierto, sentado en la cocina con una copa de vino.

—No quiero perderte —me dijo sin mirarme—. Pero Pablo es mi prioridad.

Me senté frente a él, agotada.

—¿Y yo? ¿Alguna vez seré tu prioridad?

No hubo respuesta. Sólo el tic-tac del reloj y el peso insoportable de la realidad.

Ahora escribo esto mientras Pablo duerme en la habitación de invitados. Su madre está enferma y se quedará aquí toda la semana. Álvaro parece feliz; yo me siento una extraña en mi propia vida.

¿Es posible amar a alguien y no aceptar todo lo que trae consigo? ¿Dónde está el límite entre el amor propio y el sacrificio por los demás?

Quizá nunca encuentre la respuesta. Pero necesito saber: ¿vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Hasta dónde seríais capaces de llegar por amor?