Entre Dos Sangres: El Dilema de una Abuela Española

—¿Por qué no vienes a la fiesta de cumpleaños de Alba, mamá? —me preguntó Sergio, con esa mezcla de súplica y reproche que sólo los hijos saben usar.

Me quedé mirando el móvil, con el corazón encogido. Alba. La hija de Lucía, la mujer con la que mi hijo decidió rehacer su vida. No era mi nieta, y aunque lo intentaba, no podía evitar sentirme una extraña en su mundo. ¿Cómo se supone que debía quererla igual que a Mateo, mi nieto biológico, ese niño de ojos oscuros que sí lleva mi sangre?

Recuerdo la primera vez que Lucía vino a casa. Era una tarde lluviosa en Madrid, y yo había preparado croquetas y tortilla, como siempre que quiero impresionar. Lucía entró con una sonrisa nerviosa y Alba se escondió tras sus piernas, aferrándose a su falda como si yo fuera una amenaza. Sergio me miró, buscando en mis ojos una aprobación que no supe darle.

—Mamá, ellas son mi familia ahora —dijo él, casi en un susurro.

No respondí. Me limité a servir la comida y a observar cómo Alba apenas probaba bocado. Lucía intentaba romper el hielo con anécdotas sobre el colegio, pero yo sólo podía pensar en cómo todo había cambiado desde que mi marido murió. Sergio era mi único hijo, y ahora sentía que lo perdía también.

Con el tiempo, la relación se volvió más tensa. Yo hacía esfuerzos por acercarme a Alba: le compraba regalos en Reyes, la llevaba al parque, incluso le tejí un jersey azul marino. Pero siempre había una barrera invisible entre nosotras. Cuando nació Mateo, creí que todo volvería a ser como antes. Pero no fue así.

Lucía me miraba con recelo cada vez que cogía a Mateo en brazos. Alba me observaba desde lejos, como si supiera que yo prefería al pequeño. Y Sergio… Sergio se distanciaba cada vez más.

Una tarde de domingo, después de comer cocido en casa de ellos, estalló todo.

—Mamá, ¿por qué nunca le hablas a Alba como le hablas a Mateo? —me preguntó Sergio delante de todos.

Sentí la mirada de Lucía clavada en mí. Alba bajó la cabeza y jugueteó con el mantel.

—No es lo mismo —dije, sin poder evitarlo—. Mateo es mi nieto…

—¡Alba también es tu nieta! —gritó Sergio, golpeando la mesa—. ¿No lo entiendes?

El silencio fue absoluto. Me sentí pequeña, ridícula. Quise pedir perdón, pero las palabras se me atragantaron.

Esa noche no dormí. Pensé en mi propia infancia en Salamanca, en cómo mi abuela Rosario me abrazaba sin condiciones. ¿Por qué yo no podía hacer lo mismo? ¿Por qué esa niña me resultaba tan ajena?

Pasaron semanas sin verles. El móvil sonaba y yo no contestaba. Me refugié en mis amigas del centro de mayores, pero ninguna entendía realmente lo que sentía. «Es normal», decían algunas. «La sangre tira mucho». Pero yo sabía que algo dentro de mí estaba roto.

Un día recibí una carta escrita con letra infantil:

«Querida abuela Ana:
Me gustaría que vinieras a mi función del cole. Voy a hacer de árbol y me hace ilusión verte.
Alba»

Leí la carta una y otra vez. Lloré como hacía años que no lloraba. ¿Cómo podía rechazar el cariño de una niña que sólo quería ser aceptada?

Fui a la función. Me senté en la última fila del salón de actos del colegio público del barrio. Cuando Alba salió al escenario disfrazada de árbol, buscó mi mirada entre el público y sonrió tímidamente al verme.

Después de la función, se acercó corriendo y me abrazó sin decir nada. Sentí su calor, su temblor infantil, y algo dentro de mí se ablandó.

—Gracias por venir —susurró.

En ese momento entendí que la familia no siempre es cuestión de sangre. Que el amor se construye día a día, aunque cueste. Que mis prejuicios sólo me estaban robando momentos preciosos.

Desde entonces intento ser mejor abuela para ambos. No es fácil; hay días en los que la inseguridad me vence y vuelvo a sentirme fuera de lugar. Pero cuando veo a Alba y Mateo jugar juntos en el parque del Retiro, sé que merece la pena intentarlo.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias españolas viven divididas por prejuicios como los míos? ¿Cuánto amor nos perdemos por no saber abrir el corazón?

¿Vosotros también habéis sentido alguna vez ese miedo a aceptar lo diferente? ¿Qué haríais en mi lugar?