Entre el amor y el dolor: Elegí a mi nieta sobre mi propio hijo
—¡Mamá, no puedes hacerme esto! ¡Soy tu hijo! —gritó Julián, con los ojos inyectados de rabia y lágrimas, mientras golpeaba la mesa de la cocina con el puño cerrado. El vaso de agua tembló, igual que mi corazón. Afuera, el sol caía a plomo sobre el patio polvoriento de nuestra casa en Iztapalapa, pero adentro el frío era otro: el de la desilusión y el miedo.
Nunca imaginé que llegaría el día en que tendría que elegir entre mi hijo y mi nieta. Pero aquí estoy, a mis 65 años, con las manos temblorosas y el alma desgarrada, enfrentando la consecuencia de años de silencios y decisiones postergadas.
Julián no siempre fue así. De niño era risueño, travieso, con esa mirada pícara que me recordaba a su padre, Ernesto. Pero la vida en nuestro barrio nunca fue fácil. Ernesto trabajaba en la fábrica y yo vendía tamales en la esquina para completar el gasto. Cuando Julián cumplió quince años, su padre murió en un accidente de tránsito. Desde entonces, algo se rompió en él… y en mí también.
Al principio fueron las cervezas con los amigos, luego los cigarros, después las ausencias largas y las mentiras. Yo quería creerle cuando me decía que estaba bien, que solo era una mala racha. Pero las malas rachas se volvieron costumbre. Cuando nació Camila, su hija, pensé que eso lo haría cambiar. Pero no fue así.
—Mamá, préstame para la renta —me decía cada mes—. Te juro que esta vez sí voy a conseguir trabajo.
Y yo le daba. Le daba porque era mi hijo, porque me dolía verlo derrotado, porque me sentía culpable por no haberle dado más oportunidades. Pero el dinero nunca era suficiente. Un día encontré a Camila llorando en la banqueta, con los zapatos rotos y la mochila vacía.
—¿Dónde está tu papá? —le pregunté.
—No sé, abuela. Dijo que iba a regresar temprano…
Esa noche Julián llegó borracho, tambaleándose, con los ojos perdidos. Le grité, le lloré, le supliqué que pensara en su hija. Me prometió que iba a cambiar. Pero al día siguiente desapareció dos semanas.
Camila se quedó conmigo desde entonces. Tenía apenas ocho años y ya sabía lo que era esperar a alguien que nunca llega. Yo intenté ser madre otra vez: le preparaba su desayuno, la llevaba a la escuela, le contaba historias antes de dormir. Ella me abrazaba fuerte cada noche, como si temiera que también yo pudiera irme.
Los años pasaron y Julián iba y venía como un fantasma. A veces llegaba limpio, otras veces perdido en su propio infierno. Intenté ayudarlo: lo llevé a clínicas, hablé con sacerdotes, busqué ayuda en grupos de Alcohólicos Anónimos del barrio. Pero siempre volvía al mismo círculo vicioso.
Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a Camila hablar por teléfono con una amiga:
—Mi papá es bueno… solo que está enfermo —decía con voz bajita—. Pero mi abuela siempre está conmigo.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces había escuchado yo esa misma frase? ¿Cuántas veces había justificado yo a Julián ante los demás?
El año pasado me diagnosticaron diabetes. El doctor fue claro: debía cuidarme más o las complicaciones serían graves. Empecé a pensar en el futuro de Camila. ¿Qué sería de ella si yo faltaba? ¿A dónde iría? ¿Volvería con Julián?
Fue entonces cuando tomé la decisión más dura de mi vida: dejarle la casa a Camila en mi testamento. No fue fácil. Lloré noches enteras pensando en Julián, en lo que diría la familia, en lo que dirían los vecinos.
El día que se lo dije a Julián fue como arrancarme el corazón con las manos.
—¿Por qué haces esto? ¡Es mi casa! ¡Yo soy tu hijo! —me gritó.
—No es por castigo —le respondí con voz quebrada—. Es porque Camila necesita un hogar seguro. Tú… tú tienes que sanar primero.
Me miró con odio y dolor. Salió dando un portazo y no lo he vuelto a ver desde entonces.
Camila me abrazó esa noche sin decir nada. Solo lloró conmigo hasta quedarse dormida.
A veces me pregunto si hice lo correcto. Si fui demasiado dura con Julián o si debí seguir esperando un milagro. Pero cuando veo a Camila estudiar en la mesa del comedor, cuando escucho su risa llenando la casa vacía, siento que al menos ella tiene una oportunidad distinta.
La familia no me habla mucho desde entonces. Mi hermana Luisa dice que soy una traidora; mis sobrinos cuchichean cuando paso por la calle. Pero yo camino con la frente en alto porque sé que protegí lo más valioso: el futuro de mi nieta.
En las noches más solas me siento junto a la ventana y rezo por Julián. Pido que encuentre paz, que algún día entienda mi decisión y pueda perdonarme.
¿Hasta dónde puede llegar una madre para proteger a quienes ama? ¿Cuántas veces debemos elegir entre el amor y el dolor? Ojalá algún día Julián lea estas palabras y sepa que siempre lo amé… aunque tuve que dejarlo ir.