Entre el amor y el olvido: La vida de una abuela en Madrid
—Mamá, ¿puedes venir a por los niños esta tarde?— La voz de Lucía, mi hija mayor, suena impaciente al otro lado del teléfono. No es una pregunta, es una orden disfrazada de rutina. Miro el reloj: son las seis de la mañana y apenas he dormido.
Me llamo Carmen y tengo sesenta y ocho años. Vivo en un piso pequeño en Chamberí, Madrid. Siempre soñé con la jubilación como un tiempo para mí: pasear por El Retiro, leer novelas en la terraza, aprender a pintar. Pero desde que nacieron mis nietos, mi vida se ha llenado de otros planes, otros horarios, otras prioridades.
Recuerdo el día en que Lucía me puso a su primer hijo en brazos. Lloré de alegría. Sentí que la vida me daba una segunda oportunidad para amar sin miedo, sin prisas. Pero ahora, años después, esa alegría se ha transformado en una rutina agotadora.
—Mamá, es normal que ayudes. Todas las abuelas lo hacen —me dice Lucía cuando intento explicarle que estoy cansada.
Pero ¿es normal sentir que tu vida ya no te pertenece? ¿Que tus días giran solo en torno a los horarios de los demás?
Mi marido, Antonio, murió hace cinco años. Desde entonces, mi casa se ha llenado de risas infantiles y juguetes por todas partes. Pero también de silencios incómodos y miradas de reproche cuando me atrevo a decir que necesito un día libre.
—¿Un día libre? Pero si no trabajas —me soltó Lucía la semana pasada, con ese tono que mezcla decepción y enfado.
No sabe que sí trabajo: trabajo para ella, para mis nietos, para que todo funcione. Trabajo sin sueldo ni reconocimiento. Trabajo porque la culpa me devora si digo que no.
Mi otra hija, Marta, vive en Valencia y llama poco. Cuando lo hace, siempre pregunta cómo están sus sobrinos antes de preguntarme por mí.
—Mamá, Lucía tiene mucha suerte de tenerte cerca —me dice—. Ojalá yo pudiera contar contigo más a menudo.
A veces pienso que he criado hijas incapaces de ver a su madre como una persona con deseos propios. ¿He fallado yo como madre? ¿O es la sociedad la que nos empuja a las mujeres a desaparecer tras los cuidados?
El otro día fui al centro cultural del barrio para apuntarme a clases de acuarela. Me hacía ilusión. Pero justo cuando iba a salir de casa, Lucía apareció con los niños:
—Mamá, se ha puesto malo el pequeño y no puedo faltar al trabajo. ¿Te quedas con ellos?
No supe decir que no. Cancelé mi inscripción y pasé la tarde limpiando vómitos y preparando sopa.
Por la noche, mientras recogía los juguetes del suelo, sentí una rabia sorda. No contra mis nietos —ellos son inocentes— sino contra esa cadena invisible que me ata a una vida que ya no siento mía.
En el grupo de amigas del barrio todas cuentan historias parecidas:
—Mi nuera dice que soy egoísta si no recojo al niño del cole —dice Pilar.
—A mí mi hija me pidió las llaves del piso para venir cuando quiera —añade Mercedes.
Nos reímos para no llorar. Pero en el fondo sabemos que algo no va bien.
Una tarde me atreví a hablar con Lucía:
—Hija, necesito tiempo para mí. Quiero hacer cosas que me gustan.
Ella me miró como si hablara en otro idioma:
—Pero mamá, ¿qué vas a hacer tú sola? Si lo normal es que las abuelas ayuden…
Me sentí invisible. Como si mi única función fuera estar disponible para todos menos para mí misma.
Esa noche soñé con Antonio. Me decía: “Carmen, ¿cuándo vas a vivir tu vida?”
Al despertar, decidí escribir esta historia. Porque sé que no soy la única. Porque quiero preguntar: ¿Hasta cuándo vamos a aceptar que ser abuela significa renunciar a ser mujer, amiga, persona?
¿De verdad es normal perderse a una misma por cuidar de los demás? ¿Dónde está el límite entre el amor y el olvido?