Entre el amor y el orgullo: cuando mi hija volvió a casa
—Mamá, ¿puedo hablar contigo un momento?—. La voz de Eva temblaba al otro lado del teléfono, como si las palabras le pesaran en la garganta. Era domingo por la tarde y yo estaba sentada en la terraza, viendo cómo el sol caía sobre los tejados de Madrid, cuando supe que algo grave pasaba.
—Claro, hija, dime— respondí, intentando sonar tranquila, aunque mi corazón ya latía más rápido de lo normal.
—Es que… Christian se ha quedado sin trabajo otra vez. Y el casero nos ha dado un mes para irnos. No tenemos a dónde ir. ¿Podríamos quedarnos contigo? Los tres… Ariana también—. Su voz se quebró al nombrar a mi nieta.
Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que Eva me pedía ayuda, pero esta vez era diferente. La última vez que Christian vivió bajo mi techo fue un desastre: discusiones por todo, su falta de respeto, su manera de mirar la vida como si todo le debiera algo. No podía soportar la idea de volver a tenerlo en casa. Pero Ariana… mi pequeña Ariana, con sus rizos dorados y esa risa que llenaba de luz cualquier habitación…
—Eva, tú y Ariana siempre tendréis un sitio aquí. Pero Christian… no puedo, hija. No después de lo que pasó la última vez—. Mi voz sonó más dura de lo que pretendía.
Hubo un silencio largo al otro lado. Podía imaginarla mordiéndose el labio, luchando por no llorar.
—Mamá… es mi marido. No puedo dejarle en la calle—.
—No le dejo en la calle. Puede buscarse algo con sus amigos o con su familia. Aquí no. No quiero volver a vivir lo mismo—.
Colgamos sin despedirnos. Me quedé mirando el teléfono, sintiendo una mezcla de alivio y culpa que me quemaba por dentro.
Esa noche apenas dormí. Recordé las veces que Christian llegó tarde, oliendo a cerveza, despertando a Ariana con sus gritos. Recordé cómo Eva se encerraba en su cuarto para llorar, cómo yo intentaba proteger a mi nieta de aquel ambiente tóxico. Pero también recordé los días buenos: cuando Christian cocinaba paella los domingos o jugaba al parchís con Ariana hasta que se quedaban dormidos en el sofá.
Al día siguiente, Eva apareció en casa con Ariana de la mano y dos maletas viejas. Christian no venía con ellas.
—¿Dónde está tu padre?— preguntó Ariana, mirando a su madre con esos ojos grandes y tristes.
Eva se agachó a su altura.—Papá va a quedarse unos días con el tío Rubén, cariño. Aquí vamos a estar muy bien con la abuela—.
Ariana asintió sin entender del todo. Yo la abracé fuerte, sintiendo cómo se me rompía algo por dentro.
Los primeros días fueron tranquilos. Eva ayudaba en casa, buscaba trabajo por internet y Ariana llenaba las habitaciones de dibujos y canciones infantiles. Pero cada noche, cuando creía que no la oía, Eva lloraba en silencio en el cuarto de invitados.
Una tarde, mientras preparábamos la cena, Eva explotó:
—¿Sabes lo humillante que es esto para mí? Tener que elegir entre mi madre y mi marido… ¿Por qué no puedes perdonarle? ¿Por qué no puedes darnos una oportunidad como familia?—
Me giré hacia ella, cuchillo en mano y lágrimas en los ojos.—Porque no quiero volver a perderte, Eva. Porque prefiero tenerte aquí aunque sea enfadada conmigo antes que verte destrozada otra vez por culpa de Christian.—
—¡La gente cambia! ¡Él está intentando encontrar trabajo! ¡No es justo!—
—¿Y si vuelve a fallarte? ¿Y si vuelve a hacernos daño? No puedo arriesgarme otra vez.—
Eva salió dando un portazo. Ariana vino corriendo a abrazarme.—Abuela, ¿por qué mamá está triste?—
No supe qué decirle.
Los días pasaron entre silencios incómodos y pequeñas reconciliaciones. Christian llamaba cada noche para hablar con Ariana; yo evitaba coger el teléfono cuando veía su nombre en la pantalla. Una tarde apareció en la puerta sin avisar.
—Solo quiero ver a mi hija— dijo desde el umbral, con la mirada baja.
Le dejé pasar por Ariana, pero no crucé palabra con él. Vi cómo intentaba mostrarse fuerte delante de su hija, cómo le temblaban las manos al abrazarla. Cuando se marchó, Eva me miró suplicante:
—¿No ves que está cambiando? ¿No ves que nos necesita?—
No respondí. Por dentro sentía una batalla entre el amor de madre y el miedo a repetir los errores del pasado.
Una noche encontré a Eva sentada en la cocina, mirando una foto de su boda.
—Mamá… ¿alguna vez te has sentido tan sola que prefieres aguantar cualquier cosa antes que perder lo poco que tienes?—
Me senté a su lado.—Sí, hija. Muchas veces. Pero también aprendí que hay cosas que no se pueden perdonar tan fácilmente.—
Lloramos juntas esa noche, abrazadas como cuando era niña.
Al final, Eva decidió buscar un piso pequeño para ella y Ariana. Christian prometió buscar ayuda y demostrar que podía cambiar. Yo me quedé sola otra vez en mi piso grande y silencioso, preguntándome si había hecho lo correcto o si mi orgullo había sido más fuerte que mi amor.
A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a los suyos? ¿Y si al protegerlos solo consigue alejarlos más?