Entre el amor y el orgullo: La historia de una abuela en conflicto

—¿Por qué no viniste al cumpleaños de Tomás, mamá? —me preguntó Julián por teléfono, su voz tensa, casi cortante.

Me quedé en silencio, mirando la taza de café frío entre mis manos. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, y cada gota parecía marcar el ritmo de mi culpa. No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que no fui porque no soportaba la idea de ver a Camila y a su hija, Valentina, correteando por mi sala como si fueran parte de mi sangre?

Julián siempre fue mi único hijo. Lo crié sola desde que su papá nos dejó por otra familia en Monterrey. Por eso, cuando conoció a Camila, una mujer fuerte pero con una historia complicada, sentí miedo. Miedo de perderlo, miedo de que se alejara. Pero él estaba enamorado, y yo, por más consejos que le di —»piénsalo bien, hijo, no es fácil criar hijos ajenos»—, no logré detenerlo.

La primera vez que Camila vino a casa, trajo a Valentina de la mano. La niña tenía cinco años y unos ojos enormes que me miraban con curiosidad. Me ofreció una sonrisa tímida y un dibujo: un sol amarillo con tres figuras tomadas de la mano. «Somos nosotros», dijo. Yo apenas pude sonreírle.

Con el tiempo, Julián y Camila tuvieron a Tomás, mi primer nieto biológico. Pensé que eso lo traería de vuelta a mí, que volvería a ser como antes. Pero no fue así. Julián empezó a visitarme menos. Cuando venía, siempre era con Camila y Valentina. Yo me esforzaba por querer a la niña, pero algo dentro de mí se resistía. No era mía. No llevaba mi sangre.

Una tarde, mientras preparaba tamales para el Día de la Madre, escuché a Valentina decirle a Tomás:

—La abuela no me quiere como a ti.

Sentí un nudo en la garganta. Me escondí en la cocina para que no vieran mis lágrimas. ¿Era tan evidente mi rechazo? ¿Tan notorio mi dolor?

Las cosas empeoraron cuando Julián me llamó para decirme que se mudarían a otra ciudad por el trabajo de Camila. «Es lo mejor para todos», dijo. Pero yo sabía que era su manera de alejarse del conflicto, de mi incapacidad para aceptar a Valentina.

Pasaron los meses y las llamadas se hicieron menos frecuentes. Cuando hablábamos, Julián siempre mencionaba lo bien que se adaptaba Tomás al nuevo colegio o lo mucho que Valentina ayudaba en casa. Yo respondía con monosílabos, incapaz de fingir entusiasmo por una niña que sentía ajena.

Un día recibí una foto por WhatsApp: Tomás y Valentina abrazados frente a un pastel de cumpleaños. «Te extrañamos, abuela», decía el mensaje. Sentí una punzada en el pecho. ¿Qué clase de abuela era yo? ¿Por qué no podía abrir mi corazón?

Mi hermana Lucía vino a visitarme esa noche. Al verme tan decaída, me preguntó qué pasaba.

—No puedo querer a esa niña como quiero a Tomás —le confesé entre sollozos—. Siento que si la acepto, traiciono todo lo que luché por Julián.

Lucía me abrazó fuerte.

—No es traición, hermana. Es amor multiplicado. Si sigues así, vas a perderlos a todos.

Sus palabras me persiguieron toda la noche. Recordé mi propia infancia en Veracruz, cuando mi madre acogió a mis primos huérfanos como si fueran sus hijos. Nunca hizo distinciones. ¿Por qué yo sí?

La siguiente vez que Julián llamó, su voz sonaba cansada.

—Mamá, Valentina pregunta por ti todos los días. Dice que quiere enseñarte su dibujo nuevo…

Me mordí los labios para no llorar.

—Dile… dile que me gustaría verlo —alcancé a decir.

Esa noche soñé con mi hijo pequeño, corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Desperté con la certeza de que debía cambiar antes de perderlo para siempre.

Tomé el autobús al día siguiente y viajé seis horas hasta su nueva ciudad. Cuando llegué al departamento, Camila abrió la puerta sorprendida.

—¿Se encuentra Valentina? —pregunté nerviosa.

La niña apareció detrás de ella con un cuaderno en las manos.

—Abuela —dijo tímida—, ¿quieres ver mi dibujo?

Me arrodillé frente a ella y la abracé por primera vez.

—Perdóname por tardar tanto —susurré—. Quiero ser tu abuela también.

Julián me miró desde la cocina con lágrimas en los ojos. Tomás corrió hacia mí y se abrazó a mis piernas.

Esa noche cenamos juntos como familia por primera vez en mucho tiempo. Sentí que algo dentro de mí sanaba poco a poco.

Ahora entiendo que la sangre no es lo único que hace familia; también lo es el amor y la voluntad de sanar heridas viejas.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias en nuestro país se rompen por orgullo o miedo? ¿Cuántos abuelos pierden la oportunidad de amar sin condiciones? ¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez ese miedo a aceptar lo nuevo en tu familia?