Entre el amor y el veneno de mi suegra: La batalla invisible de Lucía

—¿De verdad vas a servirle la tortilla así? —me espetó Carmen, mi suegra, mientras yo temblaba con la sartén en la mano. Era la primera vez que cocinaba para la familia de Álvaro en nuestro piso de Vallecas, y sentía el sudor frío resbalando por mi espalda. Mi marido, sentado en la mesa, ni siquiera levantó la vista del móvil.

—Está bien, mamá —dije, forzando una sonrisa—. A Álvaro le gusta poco hecha.

—A Álvaro le gusta como yo la hago —corrigió ella, con esa voz dulce que sólo usaba cuando quería clavarme una daga invisible.

Desde el principio supe que Carmen no me aceptaba. Cuando nos casamos, me abrazó fuerte y susurró al oído: “Cuida bien de mi hijo. Es lo más importante que tengo”. Pero sus ojos decían otra cosa: “Nunca serás suficiente”.

Al principio pensé que era cosa mía. Mi madre, Pilar, siempre decía que las suegras españolas son complicadas, pero que con paciencia todo se arregla. Pero con Carmen nada se arreglaba. Cada domingo venía a casa con tuppers de comida “por si no tienes tiempo de cocinar”, revisaba el polvo en las estanterías y criticaba mi forma de doblar las toallas. Álvaro lo veía como muestras de cariño.

—Es su manera de ayudar —me decía él, besándome la frente—. No te lo tomes a mal.

Pero yo sentía que me ahogaba. Una tarde, mientras fregaba los platos, escuché a Carmen hablando con Álvaro en el salón:

—No entiendo cómo puedes vivir así, hijo. Antes tu ropa siempre olía a limpio. Y esa chica… no sé si te cuida como mereces.

Me asomé y vi cómo él le cogía la mano:

—Mamá, Lucía hace lo que puede. Estoy bien.

Pero ella no se rindió. Empezó a venir sin avisar. Un día llegó cuando yo salía de la ducha y se paseó por la casa inspeccionando todo. Otra vez, encontré mi ropa interior mezclada con la suya en el cesto de la colada: “He pensado que así ahorro agua”, dijo sonriendo.

Intenté hablarlo con Álvaro:

—Tu madre me hace sentir como una extraña en mi propia casa.

Él suspiró:

—Lucía, te lo imaginas. Mi madre sólo quiere ayudar.

Me sentí sola. Mi madre tampoco me creía:

—Seguro que exageras, hija. Carmen es una buena mujer.

Pero las cosas empeoraron. Una noche, después de una discusión tonta sobre quién debía sacar la basura, Carmen llamó a Álvaro llorando:

—No puedo dormir pensando en ti, hijo. ¿Seguro que eres feliz? Si necesitas volver a casa, ya sabes que tu habitación está lista.

Álvaro colgó y me miró serio:

—¿Por qué tienes que discutir siempre con mi madre?

Me rompí por dentro. ¿Era yo la mala? ¿Estaba perdiendo la cabeza? Empecé a dudar de mí misma. Me volví irritable, lloraba por cualquier cosa y empecé a evitar a Carmen todo lo posible.

Hasta que un día encontré una nota en mi bolso: “Nunca serás suficiente para él”. Reconocí la letra de Carmen. Me temblaban las manos cuando se lo enseñé a Álvaro.

—Esto es absurdo —dijo él, tirando la nota a la basura—. Mi madre jamás haría algo así.

Esa noche dormí en el sofá. Sentí que mi matrimonio se desmoronaba y nadie quería verlo. Ni siquiera mi propia madre me apoyaba:

—Quizá deberías esforzarte más —me dijo por teléfono—. No pierdas a Álvaro por tonterías.

Pero yo ya no podía más. Empecé a tener ataques de ansiedad y falté al trabajo varios días. Mi jefa, Mercedes, me preguntó qué me pasaba y rompí a llorar en su despacho.

—No estás loca —me dijo ella—. Hay personas que saben manipular muy bien las apariencias. ¿Por qué no te tomas unos días?

Me fui al pueblo de mis padres en Toledo para aclarar mis ideas. Allí recordé quién era antes de conocer a Carmen: una mujer alegre, fuerte, capaz de reírse de sí misma. Decidí volver y enfrentarme a todo.

La siguiente vez que Carmen apareció sin avisar, le abrí la puerta y le dije:

—Carmen, esta es mi casa y necesito que respetes mis normas. Si quieres venir, avísame antes.

Ella se quedó helada. Por primera vez vi miedo en sus ojos.

Álvaro llegó esa noche y Carmen le contó todo entre lágrimas:

—Tu mujer me ha echado de casa…

Él me miró confundido:

—¿Por qué tienes que ser tan dura?

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo:

—Porque si no pongo límites ahora, nunca los pondré.

Esa noche dormimos en silencio. Al día siguiente Álvaro se fue temprano y no volvió hasta tarde. Cuando llegó, me abrazó sin decir nada. Pero supe que algo había cambiado entre nosotros.

Ahora Carmen apenas viene por casa y cuando lo hace, llama antes. Nuestra relación sigue siendo tensa, pero he recuperado un poco de paz. Álvaro está más distante; a veces le veo mirar el móvil durante horas, como si buscara respuestas que no puede encontrar.

A veces me pregunto si merece la pena luchar tanto por alguien que no quiere ver lo que tienes delante. ¿Cuántas mujeres en España viven atrapadas entre el amor y el veneno silencioso de una suegra? ¿Hasta dónde debemos aguantar antes de romper el silencio?