Entre el amor y la culpa: Elegí a mi nieta sobre mi propio hijo

—¡¿Cómo puedes hacerme esto, mamá?! ¡Soy tu hijo!—. La voz de Luis retumbó por todo el salón, rebotando en las paredes desnudas de fotos familiares que hace tiempo quité para no ver los rostros de quienes ya no éramos.

Me quedé sentada en el sillón, con las manos temblorosas sobre las rodillas. Afuera llovía, y el sonido de las gotas golpeando los cristales parecía acompañar el temblor de mi pecho. Lucía, mi nieta, estaba en su habitación, probablemente con los auriculares puestos para no escuchar otra pelea más. Tenía diecisiete años, pero sus ojos ya habían visto demasiado.

—Luis, por favor…—intenté decirle, pero él me interrumpió con un manotazo al aire.

—¡No me digas nada! ¡Toda la vida luchando contra todo para que ahora me quites lo único que me queda!—. Sus palabras olían a whisky barato y desesperación.

A veces me pregunto cuándo empezó todo a romperse. Quizá fue aquella noche en la que su padre, Manuel, llegó borracho a casa y tiró el jarrón de mi abuela contra la pared. O tal vez fue mucho antes, cuando yo, por miedo o por amor mal entendido, callé y aguanté. Pero lo cierto es que Luis creció entre gritos y silencios, aprendiendo que el dolor se ahoga con alcohol o se esconde bajo la alfombra.

Cuando Lucía nació, pensé que todo cambiaría. Luis parecía ilusionado; incluso dejó de beber durante un tiempo. Pero la vida no es tan sencilla. Su mujer, Marta, se marchó cuando Lucía tenía cinco años. «No puedo más», me dijo llorando en la puerta. Y yo tampoco pude juzgarla.

Desde entonces, Lucía pasó más tiempo conmigo que con su propio padre. Yo la llevaba al colegio en mi viejo Seat Ibiza, le preparaba bocadillos de chorizo para la merienda y le contaba historias de cuando su padre era pequeño y aún soñaba con ser futbolista. Pero cada vez que Luis caía —y caía mucho—, Lucía se refugiaba en mi regazo y preguntaba: «¿Por qué papá está triste?».

La respuesta nunca era fácil. ¿Cómo explicarle a una niña que su padre luchaba contra monstruos invisibles? ¿Que el hombre que la abrazaba entre lágrimas era el mismo que podía desaparecer durante días?

El año pasado, cuando me diagnosticaron hipertensión y el médico me advirtió que debía evitar disgustos, supe que tenía que tomar una decisión. La casa donde vivíamos era lo único de valor que tenía. Y aunque amaba a mi hijo con todo mi ser, sabía que si se la dejaba a él acabaría vendiéndola para pagar sus deudas o peor aún, perdiéndola en una noche de borrachera.

Hablé con mi hermana Carmen una tarde de domingo mientras tomábamos café en la terraza.

—¿Estás segura de lo que vas a hacer?—me preguntó con esa mezcla de preocupación y resignación tan suya.

—No lo sé—le respondí—. Pero Lucía necesita un hogar. Si no hago esto ahora, ¿qué será de ella cuando yo falte?

Carmen asintió en silencio. Sabía que no había respuesta correcta.

El notario fue frío y eficiente. «¿Está usted segura?», repitió varias veces mientras yo firmaba los papeles dejando la casa a nombre de Lucía para cuando cumpliera dieciocho años. Sentí un nudo en el estómago, como si estuviera traicionando a mi propio hijo. Pero también sentí alivio.

La noticia llegó a Luis por boca de un vecino —en este barrio todo se sabe antes de que pase—. Aquella noche volvió a casa tambaleándose y gritando como un animal herido.

—¡Me has quitado todo! ¡Eres peor que papá!—escupió con rabia.

Me dolió más esa comparación que cualquier insulto. Porque yo había prometido no repetir los errores de Manuel, no dejarme arrastrar por el miedo ni por la culpa. Pero aquí estaba, enfrentándome al mismo abismo.

Lucía salió de su habitación en ese momento. Se acercó despacio y me abrazó por detrás. Sentí sus lágrimas calientes en mi espalda.

—No llores, abuela—susurró—. Yo te cuidaré cuando seas mayor.

Luis nos miró con ojos vidriosos y luego salió dando un portazo tan fuerte que hizo temblar los cristales.

Esa noche no dormí. Me senté junto a la ventana viendo cómo la lluvia limpiaba las calles del barrio, preguntándome si algún día mi hijo entendería que no lo hacía por odio sino por amor. Por amor a él y sobre todo a Lucía, para romper el ciclo de dolor que nos había perseguido durante generaciones.

A veces escucho a las vecinas murmurar en la panadería: «Pobre Luis, su madre le ha quitado todo». Nadie sabe lo que pesa una decisión así hasta que tiene que tomarla. Nadie ve las noches en vela, las lágrimas escondidas en el baño ni los sobresaltos cada vez que suena el teléfono tarde.

Hoy Lucía ha aprobado selectividad con nota y sueña con estudiar enfermería en Madrid. Me mira con esos ojos grandes llenos de esperanza y pienso que quizá he hecho lo correcto. Pero cada vez que veo a Luis vagando por el barrio, derrotado y solo, una parte de mí se rompe un poco más.

¿Puede una madre dejar de querer a su hijo? No lo creo. Pero sí puede elegir proteger a quien aún tiene futuro.

A veces me pregunto: ¿Qué habríais hecho vosotros en mi lugar? ¿Se puede romper el ciclo del dolor sin traicionar a quienes amamos?